Cuando Mao Tse-tung, líder del Partido Comunista Chino, lanzó las primeras ideas para sustentar la tesis de la validez y de la oportunidad de la Revolución Cultural que tuvo lugar bajo su égida entre los años sesenta y setenta, apuntaló su propuesta con una frase lapidaria: “Hay caos bajo el cielo y esta situación es excelente. Un gran caos llevará más delante a un nuevo orden”. Su propósito libremente explicitado era el de crear un nuevo orden interno y preservar al comunismo mediante la eliminación de los resabios capitalistas de la sociedad al interior de sus fronteras.
Tal concepto está aún presente en el ideario de las élites chinas cuando se habla de la inminente instauración de un nuevo orden – esta vez internacional– el cual debe surgir a raíz del pandemónium que se ha precipitado en el mundo debido a la aparición de la pandemia del virus COVID-19. El mensaje de las altas esferas chinas a su población y al mundo, verbalizada sin ambages por Xi Jinping en los primeros días de enero de 2021, pero publicada estratégicamente el 30 de abril de este año, es que la terrible coyuntura actual está siendo y debe ser explotada a su favor.
Xi, el líder más destacado desde los días de Mao, aseguró que “últimamente lo que mejor caracteriza al mundo es un simple concepto: caos. Y esta tendencia se va a perpetuar. El tiempo y el impulso están de nuestro lado”. Además, se explayó explicando cómo la gobernabilidad y las ventajas institucionales de muchos países se han debilitado debido al manejo torpe de las crisis mientras que su país ha sido exitoso en la contención del mal, en el despertar de su economía. “Es de esa manera que hemos demostrado a todos nuestra resiliencia, nuestra determinación y nuestra confiabilidad.”
El escenario de hoy es, sin duda, uno diferente del de los sesenta y setenta. Mao era un ideólogo y comunista convencido hasta el extremo de haber producido una purga masiva y terrorífica al interior de su país. Sus rivales y los revisionistas fueron aniquilados y no en el sentido figurado del término. A partir del agosto rojo decenas de millones de personas fueron perseguidas. La cifra de muertes no se conoce pero oscila entre cientos de miles y varios centenares de millones de ciudadanos.
Nada parecido a esto les pasa por la cabeza hoy a su alta dirigencia, porque es una realidad que la juventud de ese país –cerca de 700 millones de seres de a pie entre 25 y 50 años– no experimenta ni fanatismo ni radicalismo, ni siquiera convicción ni apego respecto del comunismo. El sentimiento que sí es capaz de aglutinarlos en torno a una meta nacional es el liderazgo global e incontestable de su país, una aspiración que les ha sido taladrada con cincel en el cerebro para generar apego con la alta dirigencia china de hoy y sus ejecutorias.
Así es como la China que se desenvuelve bajo las riendas de Xi es un Estado totalitario que no aspira a la implantación de un credo comunista, ya que su única meta es la gloria universal. Todo lo demás se alinea a su servicio, incluyendo los derechos humanos. Su relación con terceros países se circunscribe a calibrar la manera en que sus políticas interfieren o colaboran con ese ascenso a la grandeza. Y en ese sentido actúan. Para Pekín, Estados Unidos ya no se relaciona con China desde una posición de fuerza sino desde dentro del más pernicioso caos. No se trata de democracia versus totalitarismo. Quien piense que la batalla que se libra hoy entre el gigante asiático y las otras naciones grandes de la globalidad se da en el terreno de las ideas se equivoca.