22 de noviembre de 2024 12:08 PM

Ricardo Gil Otaiza: La infancia, ni tan perdida

Ya no me cocino con chamizos, como suele decirse acá, pero, sin embargo, en cada instante de mi vida llegan a mí fogonazos, destellos, ráfagas de mi lejana infancia, y no se crean, cada vez que esto sucede me detengo y cotejo pasado y presente y saco las necesarias deducciones e inevitables exclamaciones: Dios, pasó el tiempo, parece que fue ayer, si apenas doblé la esquina, todo pasó en un parpadeo, ¡no me lo puedo creer…! Empero, aquello que fue mi vida no ha sido enterrado: vive en mí, me fortalece a cada instante, es la fuerza interior que me impele a continuar en el derrotero trazado desde hace décadas, y es así como sale de mi interioridad un ímpetu lejano, una energía poderosa y atávica, un vaho que me sostiene, y me digo, no sin asombro, que el niño que fui está en mí: me reconozco en él, no se fue ni me abandonó; mantiene en mi ser su presencia discreta, pero reconocible.

El niño que fui y que de algún modo sigo siendo, me hace creer en las personas y me he llevado numerosos chascos, porque no todos a quienes uno conoce están en nuestra misma sintonía, pero esas trastadas recibidas de parte de quienes esperas lo mismo que tú das, es decir: honestidad y sinceridad, son portentosas lecciones de vida, son cuestiones que tenemos que aprender a pesar del avance de la edad, son realidades que siempre estarán presentes en nuestro tránsito vital y no nos queda otra opción sino tratar de esquivarlas, pero si te han golpeado, pues sanar el dolor y las heridas y seguir adelante, jamás detenernos ni amilanarnos, porque llegaron como parte del aprendizaje, repito, y no hay nada peor que hacernos los locos cuando la realidad te grita, una y mil veces, que debemos tener los sentidos y la mente abiertos a las disímiles circunstancias del ahora.

Esa infancia no tan perdida, como en mi caso, es mi otro yo: es mi imagen especular, la foto en sepia y también a color sin distingos ni de tiempo ni de espacio; el recuerdo anclado en el ser y que forma parte de mi esencia como si fuera un tatuaje imposible de borrar, y con ella voy a todas partes, me levanto y me acuesto en su compañía, cuando leo y escribo se asoma y me acompaña en medio de guiños y arrebatos, cuando recorro las calles de mi ciudad me lleva a tiempos remotos, cuando también las recorría de la mano de mi madre, y ya no miro aquellos espacios urbanos con los ojos del presente, sino con la transparencia del ayer: cuando todo me causaba asombro y sorpresa, cuando el pequeño detalle era la vida misma, cuando la mano segura de mamá era un pedacito de cielo en la Tierra, cuando la promesa de un helado o de una chupeta era la clave para un felicidad casi eterna.

Hoy todavía miro con emoción algunas marcas de vehículos, que de niño me fascinaban (porque desde siempre he sido un amante de los autos), y a pesar de no haber alcanzado todos aquellos sueños e ilusiones, bien porque escaparon a mis posibilidades, o porque la cotidianidad me empujó hacia otras prioridades, siento el mismo entusiasmo del ayer y renace todo aquello con tal fuerza y vigor, que mi corazón se inflama como cuando era niño, y me digo estupefacto: Caramba, Ricardo, ¡qué poco has cambiado! Sí, poco he cambiado, lo reconozco, pero lo suficiente como para no quedarme anclado en el pasado y seguir avanzando en el camino trazado. Déjenme decirles que todo esto me llena de un gozo indescriptible, porque en mi interior soy también el niño que fui, pero lo que veo en el espejo no es como para saltar de alegría, y prefiero entonces ahondarme: y allí me escudo.

A ver, no quiero que me malinterpreten: llevo dentro el niño que fui, y hasta lo cultivo de vez en cuando, pero con los ropajes del hombre del presente y con todas sus connotaciones existenciales, y es esta amalgama, precisamente, la que hace de mí un “todo”, en el que reconozco los constituyentes atávicos, pero cada uno de ellos en sus propias alternancias y reacomodos, encuentros y desencuentros, miradas y obsesiones, y es este “todo” el que me ancla en el presente, pero al mismo tiempo me relativiza en algo etéreo, que se conjunta para hacer de mí el ser que creo ser o que distingo ser con todas sus imperfecciones y posibles aciertos, y esta certeza, que no es tal como podrá verse y deducirse, es la que me empuja cada día a levantarme de la cama y así emprender el pedregoso camino del vivir: con sus luces y sombras, y también con sus enormes incertidumbres y desafíos.

Soy el que soy en definitiva: el que me habita y el que se muestra ante el mundo, el que me habla y dialoga en mi interioridad, y el que le habla a los otros como producto de la cultura, y todo ello se conjunta en mí como las sumas y las restas del Real Ser y el Deber Ser, y así somos todos en verdad: piezas con costuras, colchas de retazos, fragmentos cincelados en distintas épocas y bajo diversas circunstancias, seres vapuleados por las corrientes de la existencia, que vamos de aquí a allá, que rodamos como piedras en el poderoso fluir del río de la vida, y cambiamos, claro que sí, pero mantenemos también un hilo conductor, un hálito al que yo llamo “el niño que llevo dentro”, y es desde esta mirada interior, que muchos buscan acallar y ocultar a toda costa, desde donde me fortalezco para seguir y no claudicar, para no tirar la toalla y tampoco perder la ilusión en medio de lo grotesco e inaudito de la realidad.

rigilo99@gmail.com

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