La memoria suele darnos unas cuantas sorpresas, y la lectura imparable de libros no es la excepción, ya que lees un ejemplar por segunda o tercera vez y sientes que estás en negro, que no recuerdas absolutamente nada: ni detalles de la historia, ni personajes, y consideras que jamás lo leíste, que navegas por vez primera en sus aguas, que nada de lo hecho años atrás ha quedado en ti para referenciar, para dejar constancia, para gritarle al mundo que lo trajinaste, que estuviste varias veces en sus páginas, que el autor es conocido en tu historia personal, y es cuando te dices enojado: “¡qué buena broma, Ricardo, perdiste miserablemente tu tiempo, tiraste por la borda las horas, los días y hasta los meses invertidos en la lectura!, pero en realidad esto no es una verdad absoluta, hay matices, sedimentos y huellas: atisbos de aquello que dices no reconocer, hay un “algo” de ese libro que en algún momento aflorará, se mostrará y bajará a tu conciencia, y sentirás también que eso es la experiencia: no saberse dueño de nada, pero que todo esté allí y de algún modo te sostiene.
Pero, déjenme decirles, que hay casos de casos, como para un manicomio, y me ha sucedido haber leído un libro y sólo al final llegar a la conclusión de que ya lo había leído, es decir, no recordaba nada, absolutamente nada de él, cuestión que resulta inaudita y sorprendente, porque una cosa es saber que has leído un texto y que no recuerdas la historia, los personajes y demás detalles, y otra muy distinta y extrema es no recordar ni siquiera eso, y que el propio ejemplar te sorprenda con alguna frase u oración, o tal vez una anécdota, y te digas: ¡Dios, yo ya había leído este libro!, y te quedas horrorizado, perplejo, como si te hubieran dado un mazazo en la cabeza, como si algo dentro te gritara: “¡abre ya esa compuerta y deja entrar la vieja experiencia!”, porque aquello pareciera que fuera un bloqueo mental, algo así como un inmenso lapsus, que te empujara a repetir una lectura creyendo estar haciéndola por primera vez, y es solo al final del camino cuando reconoces que ya la habías transitado, y lo haces gracias a un detalle: un árbol, algún recodo, tal vez un río, un cruce de senderos, o el trinar de un pájaro que te lleva por instantes a tu propia interioridad y te saca del foso.
Hay libros que siempre recuerdas, independientemente de si los relees o no, porque anidan en ti, están sembrados en tu mente y en tu corazón, forman parte sustantiva de tu formación espiritual y literaria: son esos mismos que solemos citar de memoria, como si fueran de nuestra propia cosecha, cuyos episodios saltan a tu memoria sin esfuerzo alguno, son esos mismos libros que te hubiera gustado escribir, que los amas a pesar de sus autores y de sus pérfidas existencias, son los mismos que pondrías en las manos de los seres que amas porque sabes que los disfrutarán como tú, son los que recomendarías con los ojos cerrados porque no te harán quedar mal, es más: te darán prestigio entre tus amigos y conocidos, porque con el tiempo llegarán y te dirán con una sonrisa: “¡Tremendo libro me recomendaste Ricardo, gracias por el dato, lo disfruté un montón y ahora es uno de mis favoritos!”, son aquellos que te llevas a todas partes, incluso duermen contigo, son tus fieles compañeros de ruta, están contigo en todo momento y te dan una gran felicidad, los llevas al trabajo y a pasear, y sus carátulas quedan fatigadas al extremo, pero los quieres, así como están, son parte de tu acervo y de tu biblioteca, son esos libros de los que no te desprenderías jamás, y mucho menos darías en préstamo.
Hay libros sorpresivos, ya que recuerdas su lectura y su contenido, pero que con cada nuevo encuentro hallas en ellos un “algo” que te sorprende, que no habías percibido antes: eso que te conmueve sin previo aviso, que te inunda de asombro, que expande tu mente y tu corazón, y son esos mismos libros que miras con inmenso respeto, porque en cada vocablo, frase u oración te topas con un destello y portento, como si le insuflaran luz a tu vida, como si fueran el complemento ideal a tu larga experiencia lectora, y cada vez que los relees consigues siempre nuevos vislumbres que te impelen a seguir, a volver una y otra vez sobre lo andado, y regresas con estupor y curiosidad porque sabes que allí, precisamente allí hay una voz que te habla al oído, que desvela tus propias claves, que te susurra cosas tan maravillosas, que no las puedes creer, pero están frente a ti y son inocultables, y sabes que solo tú las percibes, porque es un mensaje cifrado que desde tu propia historia y vida sabrás comprender.
Recordar lo leído es toda una aventura, pero no recordarlo también, porque te pone inmensos retos, te desafía permanentemente, te empuja a conjugar en tu ser consciente e inconsciente: materia y espiritualidad, experiencia y anhelados horizontes, y, como en un juego de acertijos, buscas aquello que te ancla y sabes que yace en ti conjugado y no explícito, pero que está y que no lo has perdido para siempre, porque la vida es andar, es internarse por densos territorios, es otear siempre en lo no andado o no reconocido, pero que lo llevas contigo, y está en tu mochila personal, y que nada ni nadie podrán quitarte: porque eres tú mismo, la esencialidad, la razón de ser, el Yo y el Superyó fundidos en una misma entidad, que mira con confianza el futuro.
rigilo99@gmail.com
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