Los tiempos de conflictividad global resultan oportunos para volver sobre los dilemas y derivas que plantea el nacionalismo. Como apuntaba Émile Durkheim en 1912, “las grandes conmociones sociales, como las grandes guerras populares, avivan los sentimientos colectivos, estimulan el espíritu de partido como el patriotismo, la fe política como la fe nacional y, concentrando las actividades hacia un mismo fin, determinan, al menos durante algún tiempo una integración más fuerte de la sociedad”. Observación que aplica incluso a sociedades de la antigüedad, con estratificaciones marcadas o lazos de identidad difusos o inestables, los cuales se estrechaban en momentos extraordinarios como los descritos. Mucho antes del surgimiento de los Estados nacionales, y entre civilizaciones como la griega o la hebrea, por ejemplo, se puede rastrear el germen, las raíces del nacionalismo occidental, dice H. Kohn (1966). Esto es, la percepción de diferenciación respecto a otros pueblos “menos afortunados”, y la “misión” de expandir los propios valores; el peso de la memoria colectiva, la consciencia de un pasado compartido y la esperanza en el futuro, así como el mesianismo nacional. Esos elementos protonacionales, el “amor a la patria”, el apego instintivo por la tierra de los ancestros y sus logros como pueblo, echaban así las bases de un patriotismo primitivo que dependía de romper los lazos originarios de la tribu para construir identidades más amplias.
Por supuesto, el nacionalismo -entendido, en su sentido más básico, como sentimiento de amor y fidelidad a la nación, logrando la identificación de los ciudadanos con su país de origen- es un fenómeno propio de la modernidad. Uno que no sólo contribuyó a promover una forma de organización más estable y compleja, sino que también adoptó rasgos que afectan la dimensión social de identidad para dotarla, según las necesidades específicas del Estado al que responde, de contenidos políticos e ideológicos. Así, la asociación con representaciones, símbolos, mitos, referentes heroicos, imágenes, leyendas y ritos (allí donde emerge la nación como relato, como unidad que permanece en el tiempo, señala Benedict Anderson) amplificaron los alcances del nacionalismo en términos de cohesión y movilización masiva frente a las amenazas a la unidad nacional. En este punto, por cierto, y abonando a la idea de que apelar a la identidad colectiva era necesario para la preservación del individuo en momentos de grandes crisis, el nacionalismo europeo adquiría atributos claros de doctrina política.
Pero en el caso del nacionalismo cultural, la Kulturnation, propios de países como Alemania y distinto al enfoque de Inglaterra o Francia, este proceso se ve particularmente tocado por la idea preromántica del “alma nacional”, el espíritu del pueblo o Volksgeist. Frente al cosmopolitismo que preconiza la ilustración, acá descuella una impronta religiosa que ofrece base para la exaltación e idealización del pasado nacional: un terreno sagrado e inmutable, con la nación como objeto de culto, inmune a cuestionamientos. Esa visión cobra nervio gracias al romanticismo político de los “desenfrenados”, como los nombra Isaiah Berlin. El Estado visto no como como propuesta humana y racional de organización ante la situación de miedo y escasez, sino creación cuasi divina, cuya expresión se mide a partir de elementos “inalterables” y “puros” como la raza o la lengua (que une de antemano “con lazos múltiples e invisibles”, según Fichte); bases a su vez de la tradición, del folklore. Así, decía Herder, se forma un “carácter popular, una especie de alma nacional que se adentra tanto en los individuos, que perdura por varias generaciones, aunque emigren a otro país”.
Sabemos que el exceso que advierte Berlin, esa preeminencia de lo subjetivo por sobre la idea, acabaría desmereciendo la vis liberal de la ilustración y echando bases para el desarrollo de la faceta más brutal del nacionalismo, los totalitarismos del siglo XX. Sin ánimos de extendernos en ese episodio de degradación, o de desmerecer el valor aglutinador y positivo de lo que se concibe como identidad nacional, vale la pena advertir cómo esas derivas adquieren hoy resbalosas formas. Desvirtuado por ese chauvinismo que muta en ideología (H. Arendt), conectado con la devoción fanática, el mesianismo o la instrumentalización política de ocasión, el sentimiento nacionalista deviene a veces en espacio limitante y contradictorio, con altos riesgos para un mundo en creciente interdependencia.
Naturalmente, en el caso de un país hendido por el conflicto, copado por la tribalización política y los odios cainitas, la profundización de un sentido nacional que favorezca la integración y sintonice espacios larga y artificialmente desagregados, sería una vía propicia para impulsar cambios de fondo. La Venezuela del siglo XXI ha trajinado con fracturas y desmantelamientos en todos los ámbitos, con costos comparables a los de periodos tan traumáticos como el de la Guerra Federal en el siglo XIX. La idea de nación construida por la generación del 28 y que anticipó el advenimiento de la democracia representativa -la de un cuerpo social civilizado, moderno, que merecía el derecho a la participación política, y cuyos líderes entendían la toma del poder como un hecho circunstancial- ha sufrido colosales embates a santo de la revolución (¿involución?) bolivariana. Por si fuese poco, la miopía de sectores políticos de diversas facciones, dispuestos a hipotecar su autonomía y ceder espacios clave de decisión a factores extra-nacionales, ha contribuido a agusanar aún más a ese malogrado constructo.
Presentimos que la tarea de sutura social, de reparación de la relación dialéctica y de reapropiación de la identidad, es enorme. Que requiere de actores con visión de Estado, contrarios al paternalismo mesiánico, ciudadanos ellos mismos y creadores de ciudadanía: políticos de nación (como bautiza Manuel Caballero a Betancourt) capaces de distinguir al país y sus posibilidades, más allá de la mezquina circunstancia. No sobra sopesar tales asuntos a propósito de la controversia que genera el reavivado reclamo del Esequibo y el anuncio del referéndum de la discordia. Más allá de la ganancia que, en términos del endoso de atribuciones o de reunificación de sus huestes, el gobierno estaría anticipando; de los cuestionamientos de quienes, con razón, detectan allí el vaho del oportunismo; o de las preocupaciones de expertos que, al advertir la inevitabilidad de la consulta, orientan sobre cómo responder a sus enrevesados, incluso temerarios planteamientos, queda una sospecha. Que no se convive para estar juntos, sino para hacer algo juntos (Ortega y Gasset). La nación, en tanto proyecto colectivo de largo plazo, en tanto “unidad de destino”, pide menos respingos populistas o artilugios patrioteros y más compromiso con una propuesta de cooperación que cuente con ciudadanos responsables, informados y conscientes a la hora de la toma de decisiones.
@Mibelis
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