22 de noviembre de 2024 11:50 AM

Ricardo Gil Otaiza: Botero y yo

Hay artistas personales, que llevan nuestro propio sello e impronta, cuyo legado alimenta nuestro pasado y nuestra historia: son esos artistas que admiramos en silencio, que posiblemente ni uno mismo los sabría definir en nuestra edad más temprana, porque los reconocemos, porque están allí, porque forman parte de una misma esencialidad y, como en una sucesión de imágenes, su vida y obra se enlazan con nuestro devenir, pasan a ser parte de nuestros viejos recuerdos: los alimentan, los transitan con pasos seguros, los realimentan, los atraviesan sin que apenas lo percibamos, porque sencillamente “son”, permanecen, tatúan los sentidos y las emociones, y tienen un lugar en nuestro altar interior.

Cuando me enteré de la muerte del ilustrador, dibujante, pintor y escultor colombiano Fernando Botero (Medellín, 1932), acaecida este 15 de septiembre en el lejano Mónaco, a la longeva edad de 91 años, llegaron a mí los fogonazos de mi propio Botero: el personal e íntimo, el de las revistas de arte de mi niñez y juventud, el de los libros de Artística de mis lejanos tiempos de muchacho, el de mi propio referente plástico y artístico, el del nombre familiar (mi padre, colombiano también, lo llevaba con orgullo, así como mi hermano fallecido), el Botero que era parte ya de la familia, el lejano y a la vez cercano personaje, el artista más universal de la amada Colombia, el que más me deslumbraba, el de la obra inaudita e inabarcable, el que me hacía reír y reflexionar, el que generaba en mí la antinomia de los contrastes.

Botero y quien esto escribe siempre fuimos una dupla que sólo yo conocía, al estar sembrado en lo más profundo e íntimo de mi memoria artística y sensorial, y si bien me fui por otros caminos de la creación (los de la escritura), nunca perdí los vasos comunicantes que me unían a su portentosa obra figurativa, en la que lo cotidiano se mezclaba en perfecta simbiosis con la fantasía, en la que la voluptuosidad era la protagonista para mostrar al mundo la belleza de la desmesura y de las carnes, porque eso es su obra: la sincronía de mundos paralelos, la de gente como cualquiera de nosotros, solo que en otra dimensión y densidad estéticas: la de los espejos deformantes, la del disfrute orgiástico del placer de las formas, la de mujeres, hombres, animales y ciudades metamorfoseados en una suerte de ficción interminable, de una pesadilla que al hacerse grotesca frente al canon universal: lo redefine y redimensiona, lo lleva a nuevos territorios, lo ubica en una cima insospechada: por impensada y tal vez absurda para la mirada rígida que nada redime desde lo establecido.

Es Botero el rompedor de las leyes universales en las artes plásticas, de allí las acérrimas críticas recibidas a lo largo de su extensa carrera, es el creador prolífico, el que sembró en disímiles enclaves de Occidente obras que redefinen los espacios que las reciben, que los recontextualizan, que los llevan a nuevas nociones de la estética y de la mirada frente al arte. Y son esos mismos “críticos” que objetan el éxito del artista colombiano, quienes paradójicamente se quejan de la mala suerte de otros, al no poder vender ni uno solo de sus cuadros, lo que nos lleva a la clara inferencia de la crítica obscena, sin fundamento, plagada de envidia, la que no le perdonará jamás que se haya convertido en un artista universalmente reconocido, aclamado en distintos países, y cuya obra lleva el sello indeleble de lo eterno, de lo indiscutiblemente boteriano: de lo concebido bajo una estética desmesurada y vasta, transijo, pero ostensiblemente preciosista.

Los personajes de Botero, como los grandes de la literatura universal, los reconocemos desde su extraña y al mismo tiempo ambivalente sencillez: se mecen ingrávidos en la forma y en el volumen, son sutiles y ligeros a pesar de sus gruesas corporeidades, las candideces de sus rostros dejan ver así mismo tensión y drama, la ternura que concitan en quienes se acercan a ellos, se erige al mismo tiempo en respeto y distancia reverencial. A pesar de ser inmensos e inabarcables en su ingente humanidad, son del tamaño de nuestros propios anhelos y sueños y nos reconocemos en ellos, no en vano el propio artista jamás dudó en calificar a su obra como costumbrista y pintoresca, es decir, propia de nosotros mismos, de allí su afán de regalar a su tierra natal algunas de sus más importantes y representativas obras.

Al partir Fernando Botero de este mundo físico, deja entre nosotros su inmensa obra repartida en colecciones públicas y privadas, en calles y plazas del mundo. Al no ser ya, no puede estar presente, pero sí lo está su noción artística y su mundo interior, patentizados en sus cuadros y esculturas. En un delicioso diálogo que tienen Goethe y Hemingway en la obra La inmortalidad, del también recientemente fallecido escritor checo Milan Kundera, le expresa Goethe a su colega estadounidense: “Los libros están en el mundo sin mí”. Pareciera una frase nimia, pero es de una profundidad abismal: en ella radica el ansia de inmortalidad de todo autor, pero al mismo tiempo simboliza una enorme tragedia: trabajar sin descanso para una hipotética posteridad, de la que no seremos testigos, de la que no tendremos conciencia. Una inmortalidad que no es de incumbencia del autor, al no estar ya, pero que dice mucho a la humanidad como abstracción y como realidad.

rigilo99@gmail.com

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