22 de noviembre de 2024 8:05 PM

Claudio Nazoa: Vida, pasión y muerte en un taller mecánico

A Marcelo Piñeiro,

mi mecánico de turno

Ilustración de Manuel Delgado Ordaz | Instagram: artbymito | Facebook: artbymito

Los mecánicos son como los dueños de las funerarias: nadie quiere hacer negocios con ellos hasta que inevitablemente los necesitas.

Lo que a continuación van a leer es producto de mi experiencia y de años de serios estudios.

Al mecánico hay que tratar de intimidarlo al verlo. Hay que hacerle creer que uno sabe de carros más que él. Hay que tratar de parecer que no tenemos ni un centavo, que estamos al borde de la ruina y que por mala suerte, se nos ha presentado este problema.

Nunca le digas a un mecánico que el carro está malo. Dile que tiene “una pendejadita”, o en su defecto también se le puede decir: “Yo no lo arreglo por falta de tiempo”. Recuerda siempre que tus bravuconerías, conocimientos, ruegos o súplicas, no surtirán ningún tipo de efecto en el duro corazón del mecánico.

Él te pedirá que abras el capó aunque la falla sea en la maleta. Te dejará hablar todo lo que tú quieras, pero ten por seguro que no te está oyendo. Él siempre dirá que tu automóvil está a punto de ser llevado a la chivera, que el ruidito de la rueda no es en la rueda sino en la base de la biela. Que tienes que dejarlo como mínimo una semana. “Bueno, ¿qué voy a hacer? –piensas, dudas y te cuestionas– con tal y que quede bien…”.

Es entonces cuando, preocupado, llamarás a un taxi y cabizbajo te irás del taller. Después de un rato, romperás el silencio y le contarás al chofer el problema de tu carro. Él hará énfasis en lo grave de tu situación y te alarmará al contarte que el juego de biela es carísimo.

Al día siguiente llamas al taller y puedes estar seguro de que todo ha empeorado. El mecánico te dirá que eres un irresponsable, que no sabe cómo no te habías matado antes, que tienes que cambiarle los tripoides, el brazo loco, el freno de mano, el freno de pie, el cerebro electrónico, las mangueras de entradas de aire, las mangueras de salida de aire (nunca he entendido por qué si quieren que salga lo dejan entrar). Dirá también que todas las correas estaban a punto de romperse y que, cuando se toca la corneta, se prenden los limpiaparabrisas.

Uno, desesperado, le preguntará:

—Y… ¿no será mejor venderlo?

—¡Tú sí qué eres optimista! –responderá él– ¿y quién te va a comprar esa vaina?

—Bueno, era una idea loca… –acota uno desmoralizado– y… ¿para cuándo más o menos va a estar listo?

Allí es cuando escuchas por el auricular un: “¡Uuufff! Ten paciencia, hermano”.

Para rematar, te va a preguntar: “Chico, ¿pero quién te arregló ese carro antes?”. Y es que para todos los mecánicos el que arregló el carro antes que él es un pirata y un ladrón, aunque haya sido tu mamá o el propio Henry Ford.

Tipos de mecánicos

1.- El señor

Cerca de nuestra casa siempre hay un señor que arregla carros en la calle y siempre tenemos un amigo irresponsable que nos convence de llevar nuestro automóvil con ese ser.

Generalmente, el señor anda medio peo y con una braga que alguna vez fue azul marino. El color de piel del señor nunca nadie lo ha sabido. Lo cierto es que presume que no hay falla que no pueda arreglar y opina que todos los que repararon el carro con anterioridad son unos ineptos que nos estafaron. El único honrado es él mismo según él mismo (valga la honradez).

Recuerde que si a su carro lo toca un señor de esos, su carro se jodió para siempre. Es como entrar en el mundo de las drogas o de la prostitución; no hay vuelta atrás porque inevitablemente uno se empecina y sigue llevándole el carro al mismo señor, aun a sabiendas de que cada vez queda peor; es más, llegamos incluso a recomendarlo a otros amigos.

2.- Los genios

Generalmente son de nacionalidad italiana, española o del Cono Sur, de tan mal humor que no aceptan que nadie opine sobre el problema que uno sabe que tiene el carro.

Uno, aterrorizado, le dice: “Creo que le está sonando la rueda delantera derecha”. Él nos mira con un profundo desprecio y dice que no, que es la caja y que hay que bajar el motor a riesgo de tener que anillarlo, cambiar el árbol de leva, el camarín, los pistones y si sigue sonando, habrá que revisar una cosa misteriosísima llamada tripoides, la cual nunca he podido saber qué es ni en dónde queda. Si uno es hombre, es peor, porque tiene que dárselas de que entendió lo inentendible, ya que si no todos los mecánicos del taller piensan que uno no es tan hombre. Por ejemplo:

Usted pregunta:

—¿Qué es el árbol de leva?

—¡Aaaaayyyy, vale…! –comentarán entre burlas todos los que trabajan en el taller– ¡Pásalo pa’ cá para enseñárselo!

3.- Los panas

Aquí nos referiremos a quienes son panas pero no saben nada. Estos especímenes son peligrosísimos. Son simpáticos, te brindan café, cerveza, te echan chistes, te cuentan su vida y le hacen caso a uno que no sabe nada de mecánica, son al revés de los genios.

A ellos, por decir algo, uno les dice:

—¿No serán los inyectores?… y ¡zuás! Sin pensarlo bajan los inyectores y… ¡no! No eran y para colmo, mientras te brindan una cerveza, te dicen dándote una palmada en la espalda: “vete tranquilo que nosotros vamos a seguir desarmando. Cualquier vaina te avisamos”.

4.- Los malandros

Normalmente tienen sus guaridas escondidas en tenebrosas carreteras o en barrios recónditos. Estos talleres casi siempre los cuida un perro negro, sarnoso y bravo.

“Tranquilo, chamo. Aquí se trabaja a conciencia legal y bulda e’ bien… ¡dígalo ahí, William Elnesto!”. Y por allá, en el fondo, a lo lejos, debajo de un carro de dudosa procedencia, William Elnesto, contesta: “¡Tá dicho… Tá dicho…!”. Y comienzan a reír frenéticos como si alguien hubiese dicho un chiste.

5.- Los que usan batas pulcras

Son talleres muy bien montados y pulcros. No ves una gota de aceite ni grasa en ningún lado. No huele a gasolina sino a desinfectante de hospital.

Cuando uno entra, casi no te dejan hablar. Todo lo que dices lo va anotando una secretaria en una computadora mientras tú llenas un formulario con los datos del carro.

Con la experiencia, uno ha aprendido que cuanto más hablamos, más cara sale la cuenta.

Con amabilidad te brindan un café. Te mandan a sentar en una salita en donde hay una mesa con revistas de decoración y de autos. De fondo, se escucha una musiquita de Richard Clayderman y de pared a pared, los clientes pueden disfrutar de un enorme televisor pantalla plana con resolución HD de alta definición, en donde siempre se transmiten partidos de fútbol o peleas de boxeo. En esa sala te encuentras con otras personas sentadas quienes, con rostros aterrados igual que el tuyo, te miran alarmados como si quisieran avisarte algo y no pueden.

Al rato, con la sensual voz de una mujer, escuchas tu nombre por un altoparlante. Tú corazón comienza a latir aceleradamente.

—¡Señor Nazoa…! ¡Señor Nazoa… por favor, pasar por la rampa número tres!

Uno camina hacia la rampa número tres como si fuera hacia el patíbulo o a un funeral. Allí está. Es tu carro con el capó y todas las puertas abiertas. Está rodeado por un grupo de hombres pulcros, ataviados con batas blancas y azules diciendo que no con la cabeza al tiempo que examinan cada pieza de nuestro automóvil. Al parecer, estos son los mejores mecánicos ya que son una combinación maléfica de todos los anteriores.

De pronto, en medio de tantos sabios, aparece uno aún más elegante y con una pulcritud impactante. Con voz varonil y una enorme sonrisa dibujada en el rostro, te pregunta:

—¿Usted es el dueño del carro?

Uno, asustado, responde nervioso y con vergüenza.

—Sss… sí. ¿Po… po…  por… por qué?

—Acompáñeme –dice en forma tajante y lapidaria mientras te invita a pasar a una oficina de lujo, con aire acondicionado, afiches de automóviles clásicos nuevos y antiguos, en donde, sentada en un extremo, se encuentra una joven y hermosa secretaria que está bien buena.

—Tome asiento –uno traga fuerte y él añade– amigo, le voy a dar un consejo. Lo mejor que usted puede hacer es vender ese automóvil.

—Perooo… señor Marcelo –atina uno a balbucear desilusionado, con voz baja y quebrada.

—¡Ningún pero! –interrumpe tajante– ¡Usted decide! Si quiere, yo puedo ayudar a venderlo y diremos que el carro no era suyo sino de una viejita que nunca lo manejaba y luego, cuando ya lo haya vendido, lo ayudo a comprar otro que esté en mejores condiciones.

La próxima vez que se accidente su automóvil, no insista en arreglarlo. De una vez, por su salud mental, ¡bótelo!

Esta historia continuará…

El Nacional

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