Soy editora. El nombre de mi pequeña editorial responde a una idea que me regaló una persona a quien quiero mucho y que me hizo ver que lo imposible solo es miedo y que basta dar un paso para entrar, salir o borrar las cárceles mentales que construimos para sentirnos a salvo. A pesar de esta inyección de optimismo y de lo que digan las estadísticas, antes de empezar ya sabía que los libros interesan poco y a poca gente. Los dispositivos electrónicos se hacen más inteligentes a medida que los humanos nos hacemos más tontos. Y la adicción a la estupidez, lejos de revertir, mantiene una ascendencia imparable. Y sin embargo…
Llegué a esta profesión a los 53 años, con la creencia de estar ya en tiempo de descuento. Desde entonces han pasado nueve. Vencido ya el ecuador de una biografía lineal y sin sobresaltos, la curiosidad se impuso a mi natural tendencia a la pereza, cuando la vida se había encargado de demostrar que no hay tanto que perder y sí mucho que ganar. Creé mi propia editorial con la osadía que da la ignorancia. Una vez que una imagen se verbaliza ya no hay marcha atrás. En el momento en que me autocalifiqué como editora –sin un libro contratado, sin conocer autores ni más que tangencialmente a alguien de este proceloso mundo– ya lo era ante los ojos de los demás, que nada sabían de mi aversión al riesgo. La impaciencia del corazón sobre la que ya alertaba magistralmente Stefan Zweig me empujó a la aventura cuando muchos acarician la idea de ir terminando una trayectoria. Esa decisión me descubrió una pulsión que diferencia los días, ordena el tiempo y acota los espacios para que sean algo más que horizonte. Porque eso es lo que convierte cualquier reto en apasionante: la constante posibilidad de fracasar. Me convertí en un Sísifo voluntario y voluntarioso. Después de cada libro publicado siempre aparece uno nuevo que exige su lugar. A estas alturas, ya con la fiebre de los ludópatas, siento cada vez que ese será el texto definitivo. Me gusta decir que soy una monógama sucesiva. Me enamoro del autor y de la obra que tengo entre manos… hasta que llega el siguiente.
Siempre he llevado un libro conmigo, o varios. En el bolso, en el coche, en el trabajo, en los aeropuertos y en la sala de espera del dentista. Leer era para mí la posibilidad de vivir vidas con brillo, un atajo para encontrar un destino. Yo no tengo el don de la escritura, rara alquimia que transforma 28 signos en palabras que construyen frases que crean sentido y trazan universos completos. Pero sabía identificar el talento de quienes nacieron con ese peso, porque escribir es igual a sufrir, ya lo dijo Larra. La figura del editor, además, me permitía seguir emboscada y sin exponerme. El editor es un fantasma. Vive como un vampiro de sus autores y se apropia como un ladrón de sus éxitos. También sufre por sus fracasos cuando suceden, porque carga con un fracaso doble: el suyo y el del autor. Ya se sabe que si un libro no funciona es porque la cubierta es mala, no se ha comunicado bien o ha salido en la fecha equivocada. La materia prima de este trabajo es un corazón palpitante y el don de la palabra lleva aparejado un ego superlativo y una enorme fragilidad. El editor, en cambio, no se deja atrapar por Narciso. No es un artista; es un obrero, como mucho, un artesano. Nunca será suya la fama ni se coronará con laureles. Mira sin ser visto, esa es su derrota y es también su privilegio.
La confianza de autores, lectores y libreros, muy por encima de mis expectativas, fue despejando mis dudas. Somos tan débiles que la mirada del otro es la que nos construye o la que nos aniquila. Como sucede en todos los viajes sin billete de vuelta, hoy no sabría explicar cómo he llegado a tener más de noventa libros publicados, algunos éxitos inesperados. Los miro y los siento tan ajenos como propios. El talento no me pertenece, pero ese raro objeto llamado libro, sí.
Sé que cualquier intento de perpetuarse es inútil y que, como anticipó Ortega, conduce inexorablemente a la melancolía. Incluso las palabras talladas en la piedra serán borradas por el tiempo. También nosotros seremos olvidados. Y todos y cada uno de esos noventa libros se olvidarán, como lo harán también los 40.000 títulos nuevos que se publican cada año en España, unos muy pronto, otros más tarde. Desde Corín Tellado a Platón, de Marcial Lafuente Estefanía al Génesis, cada libro es solo una huella en la arena cuyos granitos son incontables, ecos de otras almas. Me permito esta provocación a riesgo de caer fulminada por el desprecio intelectual, el más humillante de los desprecios.
Amo los libros, cambiaron mi vida. Admiro a los escritores, respeto a los lectores, trato de cuidar a los libreros, esos héroes de la resistencia, y me esfuerzo en seleccionar libros valiosos. Pero a veces imagino el mundo dentro de 3.000 años, cuando nuestra civilización haya sido arrasada como todas las que nos precedieron, y nuestras bibliotecas, como la de Alejandría, reducidas a ceniza. Puede que los futuros habitantes del planeta Tierra encuentren restos sueltos de Te odio por ser de otro, o Pistoleros de las praderas o cualquier título escrito por algún escritor prolífico sin gloria ni posteridad. Esos seres futuribles tendrían entonces una imagen parcial de nuestra era. El resto lo completarían con la imaginación. Porque donde queda un retazo de relato florece un universo completo. La literatura y su hermana mayor, la historia, son el destilado resultante de una porción de verdad y nueve de mentiras. La fórmula es siempre verdadera, como verdaderos son los sueños, las alucinaciones o los espejismos. Como verdad es El banquete de Platón que ha llegado a nuestras manos, primero dictado en griego arcaico a un escriba y traducido después al persa, al hebreo, al árabe, al latín y finalmente a la infinidad de lenguas vivas, pasando cada vez por manos y cabezas distintas. Sobre este y otros relatos fundacionales hemos edificado nuestro pensamiento, la idea del amor, la verdad y la belleza durante más de 2.500 años en este lado del mundo. ¿Cómo seríamos ahora si hubiéramos encontrado otros? Pido perdón a los sabios rigurosos por este dislate. En mi descargo, yo habito en el terreno de la ficción.
Escribir y más aún publicar sería pues una tarea inútil, efímera, ya ha quedado dicho al principio de esta disquisición desordenada. Pero ¿quiénes seríamos sin historias y sin libros que las recogen? Los necesitamos porque somos mortales, porque con ellos podemos vivir más vidas y nos reconocemos en las voces de otros, que es también la nuestra. Y puede que eso sea lo único que importa.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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