A mí me tocó vivir casi un año en el Chile de Allende, con esposa y dos hijas. Una de ellas nacida en Santiago. Yo volví a Caracas, a la UCV, porque mi permiso laboral cesó, un par de meses antes del golpe criminal. Pero diría que tuve una amplia vivencia de lo que solíamos llamar el proceso y al cual acudimos varios miles de latinoamericanos a ilustrarnos y tratar de ayudar en la medida de nuestras posibilidades al éxito de esa experiencia por entonces única en la historia, el socialismo que llegaba al poder por el camino electoral.
La verdad es que no sé si ayudamos demasiado -al final todo fracasó- pero sí estoy seguro de que dimos pie a que la siniestra derecha chilena nos utilizara como eficaz argumento contra el gobierno, así como también que en muchos hubo buena fe y un compromiso auténtico con el esfuerzo de ese pueblo por afirmarse y triunfar.
No voy a insistir en describir el acto siniestro que fue el golpe de esos generales traicioneros y crueles a más no poder. Decenas de miles de chilenos asesinados o hechos prisioneros por Pinochet y su gente. Y éste resultó en definitiva no solo un asesino inclemente sino un ladrón de marca mayor. Tendrá un lugar privilegiado en ese vasto infierno de los tiranos de este continente de tiranos, al cual –digámoslo de paso– Venezuela ha colaborado y sigue colaborando con enérgica solicitud. Mucho se ha dicho, y no se ha hecho demasiado, para castigar a esos truhanes. Lo último es la promesa del presidente Boric, socialista y demócrata como Allende, de indagar por más de mil casos de chilenos desaparecidos en los años de la sangrienta tiranía.
Es realmente apasionante la figura y la posteridad de Salvador Allende. A pesar de que aún en Chile se debate entre la condena o la sublimación de esos años y esas luchas. Por ejemplo la derecha y la ultraderecha se negaron a suscribir la condena inequívoca de ese golpe y la devoción por la democracia que firmó Boric y el progresismo chileno, todos los expresidentes vivos incluidos, con motivo de los 50 años del hecho fatídico. Pero Allende desde hace rato tiene el reconocimiento no solo del pueblo sino del Estado chileno, más allá de las complejidades del proceso que le tocó presidir, ciertamente enrevesadas. Él es el héroe. Su muerte, por suicidio el día del golpe, casi solitario en La Moneda ante las poderosas armas sin piedad, para no rendirse ante los asesinos de la democracia, y sus palabras testamentarias, un acto de fe por la libertad y la salud futura de su pueblo, “más temprano que tarde”, quedarán como esos escasos monumentos que marcan los hitos de la historia de un país. Una monumental escultura se erige justo ante el palacio de gobierno como signo de la perennidad y el consenso de su actuación.
Otra cosa es entrar en la maraña de acontecimientos y tendencias que acaecieron en esos años de fuego. Recién acecido el golpe yo tuve una agria discusión con Teodoro Petkoff, recientemente conocido, sobre los resultados y los causantes de ese doloroso y costoso fracaso. Yo sostenía que esa derrota demostraba que la revolución no se podía hacer en la democracia burguesa. Él, que ya había fundado el MAS y abogaba por sintetizar socialismo y democracia, atribuía a la demagogia e irresponsabilidad de los sectores más radicales y violentistas el fracaso y que Allende y los sectores más realistas y moderados hubieran podido salir adelante. Unos años después yo milité en el MAS. Pero habiendo consenso del papel destructor de la derecha, la felonía militar y la probada intervención gringa, esa era la discusión en sus líneas más generales. Todavía está ahí.
Pero el proceso me dejó una hija chilena, la otra ha vivido estos años oscuros como profesora en una distinguida universidad de ese país y yo siento un profundo amor por esos recuerdos y por esa tierra.
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