22 de noviembre de 2024 11:43 AM

Ricardo Gil Otaiza: Respiración hablada

Cuando hablamos de literatura, solemos referirnos a bastiones fundamentales: narrativa, poesía, género didáctico y dramaturgia (hay quienes incluyen más). Claro, entre ellos se nos abre todo un espectro de posibilidades estéticas, que nos lleva a los denominados géneros y subgéneros literarios. Estos ejes, que podría definir de otras maneras, y hay quienes los catalogan de entrada como géneros, poseen características diversas que les confieren su propio perfil. No obstante, a pesar de las hondas y a veces sutiles diferencias entre ellos, hay dos elementos que son comunes: el ritmo y la cadencia.

No hay prosa ni poesía sin ritmo y cadencia. Para entenderlo un poco, traeré a colación a Augusto Monterroso, quien los definió como “respiración hablada”, lo que, según sus propias palabras, requiere de oído. Podrían algunos en este punto malinterpretar lo relativo a la cadencia y al ritmo en la prosa, pensando en la llamada “prosa poética”, cuestión de la que no hablaré en este artículo. Me referiré, eso sí, a esa “respiración”, tanto en prosa como en verso, que le otorga a lo escrito versatilidad y fluidez, así como una especial impronta mencionada por autores del pasado, quienes solían referirse en este punto a la sensación que nos da la marcha acompasada de un tren.

En lo personal, he escrito narrativa, poesía y género didáctico (libros textos y ensayos), no así dramaturgia, y desde mi experiencia puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que sin ritmo ni cadencia tales estéticas se deforman, se desmaterializan y se pierden en oscuros laberintos, al no hallar resonancia en el oído de quienes las escriben, y mucho menos en el de quienes las leen. Óiganme, me refiero en parte a la “musicalidad”, que nos empuja a quienes abordamos los distintos géneros literarios, al libre “juego” del lenguaje, echando mano de vocablos, frases y oraciones que articulen toda una sintáctica, que haga grata la composición literaria y, por ende, la lectura y su posterior disfrute.

Creo, sin más, que este libre juego del que hablo, que modula las frases y el tamaño de las oraciones, y que articula todo ello con el fin de expresar y recrear lo que se tiene en mente, constituye lo que a la larga se ha dado por denominar el “estilo literario”, que es, sin duda, un concepto o noción más o menos reciente en el ámbito literario. Antes se era bueno o malo con la pluma, sin más vueltas, y hoy todo esto se redimensiona para escudarnos tras dicho concepto, que implica las maneras que tenemos cada autor para escribir y llegar e impactar al público lector, y que termina siendo nuestro sello distintivo.

Por supuesto, hay en esto también sus matices y ambigüedades, como la noción también reciente (aunque su práctica sea remota), llamada intertextualidad, que trae consigo el poder echarse mano de textos de autores del pasado o del presente, de forma explícita o velada, así como el entrecruce de personajes, estilos, variantes y de frases hechas, o de textos y personajes del mismo autor, todo lo cual complejiza el análisis literario, y presenta ante el lector un caleidoscopio de posibilidades. Y ni hablar de la Inteligencia Artificial, que, si bien, lleva transitando varias décadas entre nosotros, irrumpe hoy como paradigma en todos los contextos, y trae consigo cambios significativos en la manera de ver y de entender el mundo.

Lo expresado, como cabe suponerse, pone entre comillas al “sello distintivo” de cada autor, para replantearse la dinámica literaria bajo otras lupas y miradas, lo que traerá consigo, más temprano que tarde, profundos cambios en el hecho literario, y muy particularmente en la ética de la escritura, que hoy se reinventa para amoldarse a las circunstancias de una era tecnológica como la que vivimos, en la que la simbiosis humano-máquina disuelve los linderos de lo posible, así como de lo aceptable como arte y como obra, y que reconstituye el panorama global.

Volviendo a la “respiración hablada” de Monterroso, como concepto y como práctica, quienes ejercemos el oficio de prosistas y de poetas debemos tenerla muy presente, ya que confiere a lo escrito una esencialidad que va más allá de la musicalidad como artificio y como técnica, porque se interna en el viejo concepto del goce estético, que es, en definitiva, lo que buscamos quienes leemos. Si el lector no halla ese disfrute estético, porque el texto que tiene frente a sí no lo lleva de la mano en su trajinar de cada página, pues será un proceso fallido y pronto abandonará el libro.

Quienes escribimos prosa y verso debemos afanarnos en que nuestros textos tengan una cadencia y un ritmo, que hagan de ellos ríos que fluyen y lleguen al mar, porque de lo contrario no merecen ser leídos, y el lector (novato o experimentado) lo sabe y actúa en consecuencia. No es lo que expresamos, sino cómo lo expresamos. En lo personal, escribo prosa y verso libre (sin métrica y rima), y en ambos casos mi empeño está puesto en la musicalidad interna, que articule una sintaxis fluida y grata al oído, que discurra y no enrevese las cosas, que sea clara y diáfana, y no oscura y laberíntica. Ustedes me dirán que hay autores crípticos y herméticos, y es verdad, y como todo en la vida habrá lectores que los sigan, pero ese no es mi caso: sin pensarlo dos veces cierro el libro y lo devuelvo a su sueño en el anaquel hasta el final de los tiempos.

rigilo99@gmail.com

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