22 de noviembre de 2024 11:57 AM

Ricardo Gil Otaiza: La trampa de las novedades

Los bibliófilos sufrimos en tiempos de crisis, no podemos acceder a los libros que nos apetecen, los que salen del horno, los que desde sus mesones de las novedades nos piden a gritos, que nos los llevemos a casa, que para luego es muy tarde; que es ahora o nunca. Soy lector desde muy joven, podría decir que, desde niño, y la lectura está asociada para mí y los de mi generación, con el libro de papel y sus encantos, con el disfrute sensorial de tener un libro nuevo en nuestras manos, y, como quien no quiere la cosa, poco a poco se hace vicio, pulsión y desenfreno. Ese vicio me llevó a crear una biblioteca (creo haberlo dicho en esta columna), que si bien no es tan grande como lo hubiera deseado, pues tiene lo suyo: guarda en sus entrañas mis gustos y personalidad, así como también mis anhelos y sueños.

Llegó la crisis a Venezuela, todo hizo aguas por doquier, las grandes editoriales, que tenían aquí sus casas de representación, se marcharon corriendo, no aguantaron el largo aguacero, temieron perder de golpe el capital invertido. Muy pronto el mercado (es decir, la demanda), cayó abruptamente, los lectores perdimos el poder adquisitivo, y teníamos que decidir entre comer o comprar libros, y abandonamos a las librerías, éstas dejaron de ser nuestros puntos de referencia, perdieron a pasos agigantados su cartera de clientes, y casi todas bajaron la santamaría, liquidaron a precio de gallina flaca sus inventarios, y se marcharon con su música a otra parte. En paralelo, las editoriales locales se tambalearon, perdieron su capacidad de producción. Sin más, los costos, alquileres y sueldos, se les hizo cuesta arriba, dejaron de vender, y también cerraron. Y así pasó con muchos otros aspectos de la cultura: esto fue de la noche a la mañana, tierra arrasada.

La crisis se ha hecho larga, aunque con sus normales altibajos, que nos han impulsado de pronto a tener sutiles esperanzas: pero, puros espejismos, vuelta atrás nuevamente, apretarnos los cinturones, tragar saliva y seguir adelante, o marcharnos del país. Para los lectores y escritores, esta situación ha significado un enorme retroceso en materia literaria, así como la pérdida de nuestro derecho para acceder al libro y de publicar los nuestros. Los bibliófilos tenemos que conformarnos con las librerías de viejo, que venden a precio de novedades libros descatalogados, descoloridos por el paso del tiempo, apolillados muchos de ellos, y hasta contaminados con hongos.

Las ansias de las novedades de tiempos atrás, me llevaron a comprar más libros de los que humanamente podía leer para entonces, y eso que he sido en esto una suerte de titán, ya que hubo una época en la que llegué a leer hasta ocho libros al mes, y pude contabilizar sobre mi escritorio entre sesenta u ochenta libros marcados, en pleno proceso de lectura: a saltos entre unos y otros, tomando notas aquí y allá, escudriñando en cada uno, y haciendo resúmenes para mis reseñas de la prensa, pero siempre pendiente de las novedades y de las ofertas de las editoriales, para salir corriendo a comprarlas. Era, ni más ni menos, mi personal fiebre del oro.

Creo, amigos, que de cada situación debemos sacar lecciones. No por tener más libros, somos mejores o superiores a los otros, o más eruditos y cultos. Esa pulsión por la novedad literaria (que la sigo teniendo, no se crean, pero sólo en teoría, porque no puedo otra cosa) crea la falsa ilusión de que estar al día de lo que se produce en materia literaria, es la cima o la gloria, y que nada se le puede comparar. Y eso es, déjenme decirles, una trampa de nuestra mente, impulsada por el poder del marketing. Ahora, que no puedo salir corriendo a comprar la novedad, me he visto obligado a regresar a lo que tengo, a releer mis libros, a renovar la lectura de los clásicos, y esto sí que resulta enriquecedor y maravilloso. He descubierto, no sin asombro, que volver a una buena obra es una experiencia indescriptible y sublime, que revisitar a nuestros autores favoritos, es muy grato y refrescante, que indagar en nuestros viejos libreros, es sencillamente recoger nuestros pasos, reencontrarnos con episodios de nuestras vidas, sacudir el polvo de los recuerdos, transitar por calles conocidas, que de pronto nos muestran nuevos rostros y facetas, interesantes experiencias, y hondos mensajes.

La trampa de las novedades nos impide mirar atrás, ser más reflexivos y ecuánimes, reconocer que, no todo lo nuevo es mejor; que lo mejor por leer ya nos aguarda en nuestro propio estante: nuestros libros nos esperan silentes, callados, mustios por el abandono, crocantes por la pátina del tiempo. Sí, la novedad literaria es ansia y lujuria, es alimento al ego y al vicio, pero cuando no podemos acceder a ella, nos reinventamos, quitamos el velo a la mirada, nos reconocemos inermes y desvalidos, y entonces huimos hacia adelante, escudriñamos en lo nuestro, revaloramos lo que tenemos, y nos lazamos con ímpetu a redescubrir lo que hacía tiempo nos aguardaba en casa.

Y no solo eso, este proceso introspectivo de búsqueda, trae consigo sus sorpresas: libros sin estrenar, cuya compra nos hizo muy felices en días remotos, grandes obras hundidas en los intersticios de los libreros (para darles paso a las novedades del momento), y que hoy se nos muestran en su dimensión ontológica, en su riqueza literaria y estética, en su luz tibia y diáfana.

rigilo99@gmail.com

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