A mis amigos y amigas chef, con agradecimiento…
La serie de televisión The Bear (El Oso), narra el regreso de un sofisticado y exitoso chef a la Ítaca culinaria de su juventud, una precaria tienda de sándwiches italianos en Chicago, luego de que su hermano mayor se suicida y le deja el establecimiento en herencia. Lo que podría ser un clásico ejemplo del cadeau empoisonné de los franceses, se convierte en un viaje de reconversión personal -y familiar- al intentar transformar la venta de tentempiés en un sofisticado y cosmopolita establecimiento de alta cocina, The Bear, para desmayo de los parroquianos del barrio y la tosca brigada que a duras penas la hace funcionar. Nadie quiere salir de su mediocre zona de confort.
Es una inmersión en el fragor real del idealizado universo de la restauración, gracias al glamour de los locales impecablemente vestidos, los cocineros que son vedette de televisión -o se comportan como tales-la industria editorial que se ha montado con el secreto de sus recetas, la fama internacional que supuestamente vendría en el paquete y, claro está, cierta holgura económica, porque nadie cocina por amor al arte , salvo las monjas de convento y los diletantes de fines de semana. El finado Anthony Bourdain en su best seller Confesiones de un chef (Kitchen Confidential, 2002) despanzurró el oficio y sus oficiantes al describirlo como poco más que food, drugs and rock&roll. Tierra salvaje y bronca donde déspotas tatuados hacían de las suyas sin miramiento alguno. Hoy, eso ha cambiado, o mitigado según nos dicen.
Nos toca vivir entre foodies que mientras comen en un nuevo establecimiento van comentando el que ya tienen reservado con meses de antelación en el comedero que es la sensación del momento, digamos en Groenlandia. Y sufrimos la dictadura de las listas de los 50 mejores restaurantes (deberían ser prohibidas), o de comer parados frente a un foodtruck en plena calle contaminada y pagar como si de mesa y mantel almidonado se tratase.
Es cierto, atrás quedaron -gracias al dios Baco- las espumitas de papa a la huancaína, las esferas de aire de pepino, o las chupetas de ajo negro. Hemos regresado al glorioso fogón de las cocinas hogareñas, entrado a los productos frescos de la granja a la mesa, revisitado la casquería de nuestros ancestros, las pizzas de nuestra infancia. Hemos, gracias Señor te damos, vuelto a mangiare.
(Pero, ojo, todavía nos acechan las lianas deshidratadas de la selva, las alitas de mosquitos de la Amazonía y otras delicatessen por el estilo a cuatrocientos dólares por comensal el menú de degustación de naderías).
Afortunadamente, gracias a la globalización, los países sin grandes prosapias culinarias, con cocinas menores, tienen, a cambio, un paladar amplio y bien entrenado, ajeno al ensimismamiento culinario, necio y autosuficiente de algunas de las grandes cocinas regionales. Y como venganza el humilde tequeño veneco se está coleando en los cines y bares de eso que llaman el mundo civilizado y cosmopolita. ¡China tu taco, fogón!
(N.B. Este artículo es graciosa cortesía del restaurante The Bear).
@jeanmaninat
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