Sound of Freedom de Alejandro Gómez Monteverde se volvió un improbable éxito de taquilla durante el verano estadounidense y no precisamente por su calidad. Su combinación de cinta de acción con discurso al subtexto, además de un inteligente marketing basado en la precariedad, la convirtió en el más reciente ejemplo del cine con acento político.
Sound of Freedom de Alejandro Gómez Monteverde es una película de acción común, sostenida bajo una ola de polémica y un tema duro al trasfondo. El tráfico de niños amparados bajo élites de poder que propician o se hacen de la vista gorda ante un crimen semejante, es el contexto que cuenta la historia del antiguo agente especial Timothy Ballard. En la ficción, el exfuncionario (interpretado por Jim Caviezel) es un héroe con una moral idealista y en especial sostenida sobre valores de un devoto cristiano. Lo cual le inspira —o le sostiene, según el discurso que interprete el espectador— para lidiar con la desesperanza y el horror.
Lo anterior, podría ser el argumento de uno de los tantos largometrajes del género de balas y masculinidad musculosa, a no ser por un detalle. El filme de Monteverde toca con sutileza varias de las teorías de la conspiración más controversiales de los últimos diez años. No se mencionan de manera explícita, pero sí deja entrever que hay un elemento inquietante y sospechoso en el hecho de que un negocio millonario y tenebroso, como el tráfico infantil, no tenga mayor relevancia en medios y periódicos. Que no haya sido profundizado y mostrado. Que no sea noticia de primera página a diario. El personaje interpretado por Caviezel insinúa que quizás —solo quizás— no sea casualidad, sino que lo que parece un problema vinculado a algo más grande. Una posible — nada demostrable — complicidad de grupos políticos de poder y otras figuras destacadas, por encubrir un tipo de violencia repugnante.
La cinta se cuida mucho de exponer de manera directa los temas que plantea y la razón es obvia. La mayoría hacen eco a las teorías QAnon, que insisten en la existencia de un denominado “estado profundo” que avalan la pederastia, drogas experimentales y una degradación de los valores morales tradicionales. Estos últimos muy semejantes al catolicismo más conservador y puritano. El guion de Rod Barr, Marlene Rodríguez y el mismo Monteverde va a tientas, entre escenas desgarradoras de niños llorosos y disparos en la selva. Pero el lugar al que apunta es evidente. Y no solo eso, también un riesgo comercial.
De modo que antes de condenar el rendimiento en taquilla de la película —cuya distribución quedó en suspenso en medio de la compra de Fox por parte de Disney—, la estrategia se enfocó en los pocos recursos. Comprada por la productora de temática cristiana Ángel, la cinta pronto se vio envuelta en controversia, en específico por su actor principal, declarado creyente de teorías de extrema derecha de QAnon, despertó suspicacias. Algo que nadie se molestó en desmentir.
Pronto, el bulo que una supuesta censura, prohibición y todo tipo de maniobras intentaban evitar que el público pudiera conocer la “verdad” que Sound of Freedom intentaba mostrar, se esparció como pólvora por Internet. Si a eso sumamos, la opción de comprar boletos que ofrecía la escena poscréditos con Jim Caviezel pidiendo apoyo para “llevar el mensaje”, el triunfo estaba asegurado. Como ocurrió. Un fenómeno que asombra por su relativa facilidad de ejecución, pero que recuerda que la presión — de propaganda, publicidad y otros cientos de ideas parecidas — es parte esencial del cine desde hace años. Y se utiliza en beneficio de su difusión.
Política y el boleto en la mano, directo a la butaca
El cine con temática política —panfletario o de cualquier otro tipo— con frecuencia parece formar parte de esa visión de la cinematografía que endilga a la experiencia en pantalla un propósito. Por supuesto, se trata de una visión que se sostiene sobre la necesidad de la cultura pop, de mostrar la época a la que pertenece y la cultura que retrata con la mayor exactitud posible. Pero más allá de eso, parece sintetizar, además, esa opinión profundamente crítica que el arte suele tener sobre el poder y quienes lo ejercen. No obstante, la visión política casi nunca se concibe como hecho artístico en sí, ni mucho menos como expresión estética en estado puro. Tal pareciera que ambas ideas se contradicen o eso parece sugerir la experiencia.
Experimentos sobran. Un día muy particular (1977) de Ettore Scola consiguió recrear con buen pulso y un envidiable ritmo la historia de la Italia fascista de Mussolini que se prepara para recibir la visita de Adolf Hitler, además de dotarla de una belleza melancólica que cautivó al público. Claro está, la pieza de arte de Scola está muy lejos de la forma torpe en que Monterverde expone los aparentes planteamientos de su película. Pero ambas, por improbable que parezca, se unen en un mismo meridiano. Asumir que el cine puede ser parte del discurso político y que puede ser una caja de resonancia de ideas — falsas o verídicas — que mueven al público.
Algo muy obvio en los últimos meses. Desde la belleza idílica y rosa de Barbie de Greta Gerwig, convertida en una potente mirada a la condición de ser mujer en las últimas tres décadas o incluso Oppenheimer de Christopher Nolan, antibelicista y que medita con dureza sobre la ética tecnológica. El cine que aspira a ideas trascendentales y poderosas no es nuevo ni algo creado por el marketing de Sound of Freedom.
Lo que diferencia a esta última de las demás, es el fenómeno artificial a su alrededor. Ya en 2015, En primera plana de Tom McCarthy había profundizado en la violencia y el abuso sexual infantil. Incluso, ganó un Oscar por hacerlo. ¿Por qué parece que buena parte del público en plataformas sociales insiste en que solo la película de Monteverde lo ha hecho? Cabría la pena preguntarse si el apartado de publicidad basado en lo prohibido es en realidad, lo que despertó la ansiedad colectiva por un mensaje que en realidad no está en ninguna parte. A menos, claro, que se analice a Sound of Freedom como elemento de los movimientos del conocimiento superficial de las redes sociales. De la insaciable necesidad colectiva de poner en claro posiciones políticas, sin que verdaderamente haya un trasfondo que sustente la opinión.
Política, cine y recursos
Charles Chaplin siempre fue un hombre adelantado a su tiempo. Construyó un discurso cinematográfico nuevo que le brindó un nuevo sentido al humor. Pero más allá, analizó el discurso y la política como parte de la comunicación humana. Y es de esa visión que surge quizás su proyecto más osado, El Gran Dictador, que construyó una nueva visión de la política y le brindó ese cariz de arte y manipulación que aún subsiste en nuestros días.
Por supuesto, se suele insistir que la pieza fílmica surgió debido a la petición del presidente Roosevelt para que el artista se uniera a la cinematografía de “protesta” tan en boga en la Segunda Guerra Mundial. Pero se dice que la verdadera razón por la que Chaplin filmó la película fue que llegó a entender a Hitler no solo como figura política sino como símbolo de su época. Un pensamiento inquietante a tenor de las imágenes de la obra.
Con toda seguridad, se trata de una de las sátiras más incisivas y agudas sobre el totalitarismo que se haya filmado alguna vez. Chaplin usó el humor — disparatado, irreverente y cruel— como un desafío directo a la percepción de poder de su época y también, como un medio para analizar sus implicaciones y dimensiones. Filmada a base de secuencias —al estilo de los pequeños sketchs cómicos a los que Chaplin estaba acostumbrado— la película funciona como un ingenioso mecanismo en el que el mensaje está oculto en medio de pequeños golpes de efecto.
Desde el discurso del dictador anónimo —en medio de saltos y piruetas estrafalarias— a los inventos bélicos que muestra con cierta ingenuidad arrogante, el guión avanza para mostrar una completa reflexión sobre el miedo, la violencia convertida en discurso político. Para el recuerdo, el baile del dictador con el globo terráqueo: Uno de los momentos cumbres no solo de la película sino de la historia del cine. Una durísima alegoría sobre el pensamiento político destructor y sus inmediatas consecuencias.
Algo parecido hace el guion de Doctor Strangelove, que se cuestiona de manera muy dura y pesimista el futuro de la humanidad e incluso el de la raza humana. Lo hace además a través de un humor delirante y surreal, que ridiculiza esa percepción del poder actual y sus consecuencias. No obstante, la película no utiliza la ironía y la sátira de manera moralizante y quizás, ese es su mayor fruto. No ofrece respuestas ni tampoco análisis morales, sino que se limita a transgredir un límite invisible sobre el temor hacia el futuro y sus infinitas implicaciones. Una percepción sobre la identidad humana como germen de todo tipo de desgracias y más allá de eso, como elemento fundamental en su propia destrucción.
¿Será recordada Sound of Freedom por su mensaje o su astuta publicidad? Solo el tiempo lo dirá.
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