28 de septiembre de 2024 3:19 PM

Ricardo Gil Otaiza: ¿Cómo se hace un escritor?

Suele pensarse que es fácil ser escritor y hay quienes piensan que no se requiere nada para serlo, sino simplemente tener las ganas y la osadía: levantarse una mañana, agarrar lápiz y papel, o abrir la pantalla de un dispositivo, y comenzar a escribir sin orden ni concierto, sin contar con las técnicas ni con las herramientas adecuadas, y ni se diga del dominio de la compleja lengua española. Sí, efectivamente, muchos lo hacen así, y hasta es probable que de carambola logren plasmar un “algo” que con emoción califiquen de “obra”, como puedo yo cantar mientras me baño y caer en la vana ilusión de tener voz de tenor, cuando en realidad no llegue ni al registro ni a la nota del pregón, y se saltan así diversas etapas que consolidan un oficio exigente, que pide mucho de nosotros, que nos reclama ingente formación y nos roba noches enteras, días de ocio, y hasta de la grata compañía de los nuestros, para luego entrar en la frustración y el desengaño propios de quienes no entienden que nada se logra en la vida sin la disciplina y un esfuerzo calculado.

Durante años he asistido a charlas y conferencias en las que se habla del oficio de la escritura, y suele emerger casi de inmediato o al final de las mismas la eterna interrogante de orden filosófico que a todos nos mueve del asiento con gran inquietud: ¿se nace o se hace un escritor? No soy quién para venir acá a pontificar, pero algo de experiencia tengo en esta área, y según yo no hay en este sentido los denominados absolutos y sí los claroscuros y las tonalidades, que me permiten afirmar sin que me quede nada por dentro (y molestará a algunos): hay que tener un talento natural para la escritura creativa, que obviamente se pierde con el paso del tiempo si no se cultiva.

Y ese cultivo pasa por la lectura, la ingente lectura, la desaforada lectura, la desesperada lectura activa y detenida, que nos abre horizontes y nos pone en contacto con otros mundos y realidades. Una lectura que no se contenta con sólo pasar páginas y sumar récords personales de lectura veloz, lo cual podría ser útil pero no suficiente, sino que va más allá, porque se interna en la esencia de lo leído, en su estructura, en los porqués de la intención autoral, en el enriquecimiento de nuestro léxico, en la afanosa búsqueda de los significados de los vocablos que desconocemos, en las necesarias notas que debemos tomar en una libreta que conformarán nuestros mapas mentales, en las muchas interrogantes que se agolpan con el correr de las páginas y que deberán ser respondidas, en los naturales temores que brotan de no estar a la altura de nuestras propias expectativas y posibilidades.

Escribir es entregarse, es dejar la piel en cada sesión de trabajo, es saber que trajinamos un oficio antiguo con una larga tradición que ha llegado a nosotros como herencia cultural, que tenemos sobre nuestros hombros muchos mundos y una enorme responsabilidad con nuestros hipotéticos lectores, y con nuestro tiempo histórico. Nuestro compromiso como escritores no es político, ni siquiera de orden sociológico o filosófico, tampoco pretendemos salvar el mundo con nuestros textos, ni dejar moralejas que hagan mejores a las personas que deberán por sí mismas asumir sus propios destinos. Nuestro compromiso es con la palabra escrita, es con nuestra propia obra, es con esas páginas que quedarán como muestras de una intencionalidad que nos desborda como personas y como escritores.

Un escritor se hace escribiendo, lanzándose frente a la página con fervor y con pasión, entregando lo mejor de sí y que en cada línea escrita se transparente el alma de las cosas y su indisoluble esencialidad. El escritor se hace día a día, no hay una fecha de grado en la que se nos otorgue el título correspondiente, porque la escritura es un proceso que se hace infinito, se complejiza frente a cada reto planteado, y toda página transpira el mismo temor del primer día, la inseguridad de no saberse si llegaremos o no a término, de si lograremos el objetivo o será un proceso fallido, y asumir ese enorme riesgo no es sencillo, porque la existencia es finita, y en cada texto invertimos energía y vida y entramos en un solipsismo que nos aísla del entorno y hace de nosotros seres solitarios, hundidos en la ingrimitud de las horas, abstraídos de un mundo que bulle a más no poder, y nos invita a ser parte de él so pena de ser devorados por el inexorable transcurrir del tiempo.

Un escritor nace a partir de un sueño, pero no se queda anclado en él. Su dinámica lo empuja a transitar los senderos de la lengua cada día y a no desmayar en el intento por ser lo que anhela ser, sin perder por un solo instante el horizonte: esa línea indecisa que se mueve según vayan las olas y que poco a poco se va definiendo hasta concretarse en realidad, en página y en obra. Y para que esto suceda hay mucho trabajo por delante, ingente esfuerzo físico y mental, hay que perderse también de mucho disfrute externo, porque la escritura es autárquica y celosa, se cierra sobre sí misma y busca la introspección, nos quiere poseer a cada instante, desea que nos entreguemos a ella sin reticencias ni mediatintas, dando lo mejor de nosotros, sudando a raudales los sueños, haciéndolos emerger lentamente y sin prisas, como quien se prepara expectante para el nacimiento de una criatura, que de pronto se asoma y muestra su rostro al mundo.

rigilo99@gmail.com

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