Mi educación sentimental literaria pasa por la Calle Real de Sabana Grande N° 90, sitio en el que se hallaba la emblemática y muy recordada Librería Suma. No tengo la certeza del año en el que comencé a visitarla, lo que sí logro afinar, más o menos con cierta precisión, es que fue a comienzos de la década de los años 90, cuando comencé a viajar con frecuencia a Caracas por asuntos académicos y literarios. Como profesor universitario pues nunca conté con elevados recursos para llegar a grandes hoteles, y me conformaba con los que se hallaban en los predios de Plaza Venezuela, e incluso en la avenida Casanova y calle El Recreo, a poca distancia del bulevar de Sabana Grande.
Y créanme, esto no lo digo con amargura o resentimiento, todo lo contrario: con enorme dicha, ya que esta circunstancia muy puntual me permitió adentrarme en sitios visitados por la bohemia literaria (bares, cafés, ferias de libros, librerías), conocer maravillosos espacios clase media, sentarme y poder disfrutar de una comida ligera (confieso sin rubor que me gusta la comida que más daño hace: pizzas, hamburguesas y pollo frito, jejeje), de una cerveza, una Coca-Cola o de un buen café, mientras veía atónito el ir y venir de un mundo de personas que disfrutaban su recorrido por el bulevar, y hasta logré avistar en aquellos lugares (o en sus cercanías) a algunas luminarias políticas, intelectuales, artísticas y literarias del momento: Héctor Alonso López, Alexis Márquez Rodríguez, Manuel Caballero, Caupolicán Ovalles, Oswaldo Trejo, Amalia Pérez Díaz, Javier Vidal, Sofía Ímber, Simón Alberto Consalvi, José Ramón Medina, y otros cuyos nombres se escapan.
Confieso que pasé mis sustos en aquellas sutiles aventuras, ya que fui testigo de arrebatones de bolsos y paquetes, de las carreras que tenían que dar los buhoneros apostados en el bulevar (cuando llegaba la policía para decomisarles sus mercancías), de la presencia de sujetos a los que se les dibujaba en el rostro sus oscuras intenciones, y a veces se me pegaban a pesar de que soy bueno para caminar deprisa y tenía que hacer malabares para despistarlos. Y hasta en una madrugada tuve que tirarme en el piso de la habitación del hotel en el que me hospedaba, porque en la calle aledaña una comisión policial se enfrentaba con unos antisociales y el matraqueo de los tiros que intercambiaban helaba la sangre.
Pero la juventud es atrevida, y para mí todo aquello no era más que un oscuro divertimiento que me elevaba la adrenalina y el morbo al máximo, y sin mayores reticencias me lanzaba a la calle para recorrer y visitar mis sitios favoritos. Por supuesto, ir a la Suma de la Calle Real de Sabana Grande era para mí un verdadero ritual, que no me perdía por nada de este mundo, así que dejaba mi maletín en la recepción del hotel, me lavaba la cara, desayunaba cualquier cosa, y me iba al encuentro con los libros. La emoción que sentía es indescriptible, porque yo, amante de los libros, sabía que nomás entrara a la librería hallaría en sus dos vidrieras de novedades obras que a juro tenía que comprar porque sí, y si a eso se aunaban los títulos que llevaba anotados, tomados de las páginas literarias de la prensa nacional, pues la inversión en libros era un hecho casi consumado.
Recuerdo que la visión de las novedades literarias me extasiaba y abría dentro de mí un apetito de comprar libros que el tiempo no ha podido domeñar. Al verme, salía a recibirme Julia (nunca supe su apellido), la eterna empleada de la librería, buena y gentil amiga, mujer afable y sencilla (no sé si aún vive), quien ya conocía mis gustos literarios y me recomendaba títulos. Fue ella quien me presentó a su dueño, el legendario señor Raúl Bethencourt, quien sin muchas ganas (es más, con un gesto un tanto hosco) me tendió la mano y siguió en lo suyo. Pero eso no me importó ni me amilanó, porque a lo largo de mi vida he aprendido a sortear los desplantes (que han sido muchos) sin mayores consecuencias en mi autoestima (bueno, eso creo yo, tendría que averiguarlo con un psiquiatra).
No miento: duraba largas horas recorriendo los mesones y estantes, y los libros que quería los tomaba de una vez para asegurarme de que no viniera otro y se los llevara (me sucedió: por indecisión me quitaron el ejemplar único que nunca hallé en otras librerías) y, a veces eran tantos los libros, que la buena de Julia me los resguardaba debajo de la caja, en donde recuerdo que había una hermosa máquina de escribir portátil de color aguamarina, que para entonces ya era una reliquia y estuve tentado a pedirle a su dueño que me la vendiera, no para usarla en mi escritura, porque para entonces ya escribía en computadora, sino para tenerla como emblema de mi librería favorita en Caracas y de un tiempo que pronto se extinguiría.
Todos aquellos libros los compraba con tarjeta de crédito para no quedarme sin efectivo, y en la caja Julia les quitaba el celofán, me pedía que los revisara por si acaso tenían desperfectos, qué sé yo: páginas rotas o en blanco, y tomaba un sello un tanto arcaico, a la usanza de décadas anteriores, y lo estampaba en el extremo inferior derecho de la página de guarda. El emblema de la librería era hermoso: dos libros abiertos contrapuestos, que sigue siendo mi emblema, y su dirección, sigue siendo la mía, pero en mi recuerdo y eterno agradecimiento como lector y escritor.
rigilo99@gmail.com
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