22 de noviembre de 2024 1:58 PM

Ricardo Gil Otaiza: Libros que se hacen eternos

Hay libros que leemos rápidamente, que devoramos en cuestión de varias sentadas, y tal vez influya en ello el estado de ánimo, la fuerza del texto, la ligereza de la prosa o del verso y el estilo del autor. Es decir, tomamos el libro en nuestras manos y fluimos en él y con él, nos dejamos llevar como si fuera el caudal de un río, y nos arrastra muy lejos, nos lleva por parajes de ensueños, vamos asidos a él y nos perdemos en sus historias y personajes, nos fundimos en sus páginas, nos hacemos uno solo con sus argumentos y ya nada podrá detener el que lo hagamos nuestro para siempre: que sea un punto de referencia en nuestras vidas, que nos azuce una y otra vez a volver a entrar en sus páginas para releerlo total o parcialmente, para tomar notas, para sentir que se suma a las grandes experiencias de nuestra existencia.

He vuelto infinidad de veces a algunos libros por el inmenso gozo que me han proporcionado, porque he hallado en ellos puntos de contacto con mi ser, porque me han movido de tal manera que deseo sentir de nuevo aquella sensación placentera, que se profundiza con cada relectura (que es en sí misma una única lectura, porque cada vez que leemos de nuevo un libro es una nueva experiencia), que horada con acierto sentimientos y emociones, que me lleva a momentos de intimidad del pasado que quisiera vivir de nuevo, y todo esto es sin duda un deleite casi orgiástico, porque reconozco en todo aquello parte de mi piel, porque esas páginas se han hecho consustanciales con hechos, pasajes y circunstancias que marcaron mis días y que hoy asumo que fueron fundantes de mi manera de pensar, de sentir y hasta de relacionarme con mi voz interior, y con el mundo, que dicho sea de paso, no siempre está conteste conmigo, ay por ser, qué duda cabe, políticamente incorrecto.

Hay libros que no he podido leer de corrido, que han estado pendientes durante décadas, que han sido renuentes y no se han dejado atrapar en pocas sentadas, sino que han requerido de multitud de oportunidades y de contextos, y hasta de un fuerte compromiso de mi parte para no dejarlos a la vera del camino, y eso no implica que no me hayan gustado, porque de ser así los hubiera descartado desde hacía tiempo, sino que sus páginas son tan densas y de tanta sabiduría, que a veces un solo párrafo me basta para dejarme inquieto, profundamente conmovido, hundido en mil cavilaciones y reflexiones, hasta llevarme a extremos: quietud o acción, melancolía o esperanza, luz u oscuridad. Son libros que marcan y dejan puntos de inflexión, libros con cuyos planteamientos podemos no estar de acuerdo, pero que no podemos obviar o descartar: que quedan gravitando en la cabeza hasta hacerse esenciales en nuestra dialógica interior.

Hay libros que son auténticos oráculos, que nos empujan por los despeñaderos de la razón, que nos golpean tan fuerte y contundente, que hacen de nosotros fieles cómplices y legionarios, devotos conversos, eternos fatigadores de sus páginas, buceadores impenitentes en sus profundidades, catadores exquisitos de sus ideas y encantos, y nos quedamos prendados, nada puede entonces desvincularnos de ellos, se convierten en eternos viajeros, en compañeros de habitación, en fisgones de nuestra más absoluta intimidad, en dialogantes silenciosos en nuestra mente, en catalizadores de muchos de nuestros planes intelectuales, académicos y literarios, en argumentos certeros para no ceder a las tentaciones que nos alejan de las obras, en tablas de salvación cuando las desavenencias y circunstancias propias del existir intentan llevarnos al más espantoso de los avernos: la pérdida de la esperanza.

Hay libros que jamás envejecen, que siempre se muestran pertinentes y actuales, que se hacen clásicos con el correr del tiempo y en sus páginas hallamos respuestas y también profusas interrogantes. Son esos libros de los que muchos hablan y que quizás esos “muchos” no conozcan y jamás los hayan tenido en sus manos, o que sepan de ellos sólo de oídas o por los medios y las redes, y se hacen entonces lugares comunes ya que “malcitarlos” de memoria da prestigio y referenciarlos en nuestras propias páginas confiere soporte a nuestras ideas. Son esas obras universales o autores de renombre que siempre están en boca de los influencers, erigidos en sobrevenidos gurús, que pontifican aquí y allá y nos hacen creer que han leído aquellas páginas, y buscan cambiarnos desde su contenido, pero muchas veces son ellos o ellas quienes necesitan urgente del cambio y de la lectura serena, que sosiegue sus inocultables apetencias crematísticas.

Hay lecturas de la serenidad y lecturas del desasosiego, y ambas constituyen en sí mismas el isócrono batir de un péndulo, porque así también es la vida. Son lecturas que nos llevan por senderos de flores, pero también por pedregosos caminos: ambos necesarios para la comprensión de la complejidad y la ambivalencia del existir. Lecturas casi siempre calladas (mentales), sentados en la comodidad de una buena poltrona con una taza de café o de té en la mano, pero también lecturas en voz alta, como era hace ya varios siglos, lecturas que nos hacen mover en la casa como si fuéramos leones enjaulados, y a grandes zancadas: llevándonos el viento por delante, atropellando el pensamiento, acelerando el corazón y las emociones; recibiendo con fuerza y gozo la magia de la palabra.

rigilo99@gmail.com

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