Las secuelas laborales del encierro generado por la COVID-19 ya se están percibiendo. A un año de declarada la pandemia, la solución del teletrabajo ya no parece ser la salida que se avizoraba. Hasta ahora, esta modalidad ha sido vista por empresas y empleados como la prolongación del quehacer laboral de la oficina o fábrica a la casa.
El trabajo remoto ha sido asumido por las compañías y los trabajadores como un asunto de logística centrado en contar con los instrumentos tecnológicos adecuados, un espacio adaptado para laborar en el hogar y un horario de trabajo acorde con las metas y objetivos trazados. Sin embargo, en la práctica no ha sido así.
Las jornadas laborales son, por lo general, más largas que cuando se trabajaba, por ejemplo, desde la oficina y las condiciones no suelen ser las más idóneas. No siempre se dispone de un espacio físico ni mobiliario e iluminación apropiados para el llamado home office.
En agosto del año pasado, la agencia Bloomberg publicó el artículo “The Pandemic Workday Is 48 Minutes Longer and Has More Meetings”, basado en un estudio realizado por investigadores de Harvard Business School y la Universidad de Nueva York.
“Desde la ciudad de Nueva York hasta Tel Aviv, la revolución del teletrabajo ha significado mucho más trabajo, según un estudio de 3,1 millones de personas en más de 21.000 compañías en 16 ciudades de América del Norte, Europa y Medio Oriente”, indica la investigación. Y concluye: “Registramos horas más largas. Asistimos a más reuniones con más personas. Y enviamos más correos electrónicos”.
Ante ello, una salida adoptada por las empresas ha sido la flexibilización del horario. En Estados Unidos 57% de las compañías ofrecen horas flexibles a sus empleados, mientras que en el Reino Unido 42% de los profesionales han usado una instancia de flexibilidad sobre sus horas de labor. Pero no necesariamente tiene el efecto deseado de reducir la carga laboral desde el hogar.
Expertos como el surcoreano Byung-Chul Han advierten sobre el impacto del “sobretrabajo” que se autoimponen desde ejecutivos hasta empleados, sin importar aparentemente las consecuencias para la salud.
Han, también profesor de la Universidad de Berlín, destaca que el coronavirus ha acelerado algunos de los males de nuestro tiempo, como es el hecho de que quienes teletrabajan presentan un cansancio constante que termina traduciéndose en bajos rendimientos.
Agrega que el teletrabajo agota, incluso más que el de la oficina, y lo grave es que este ritmo laboral se lo autoimpone el ejecutivo, el jefe y hasta el mismo trabajador.
Además, esta contingencia, al provocar que muchos empleados llevarán la oficina a la casa, ha hecho que también se trasladen los riesgos laborales a los hogares, claro que no en las mismas dimensiones en las que podrían producirse en una empresa. El teletrabajo ha tenido secuelas físicas -dolores de espalda y cuello, problemas con la vista, entre otros- y emocionales para los empleados.
El confinamiento durante meses, en algunos casos en el espacio reducido de un apartamento compartido con el resto de la familia, implica de por sí distracción, irritabilidad y estrés. De hecho, se ha alertado que la falta de contacto físico, de compartir en la oficina y de un cambio radical en las rutinas pueden abrirles las puertas de la casa a un invitado totalmente indeseado: la depresión.
Así que las empresas tienen un gran reto por delante para asegurar que el teletrabajo sea realizado dentro de parámetros que eviten el síndrome del cansancio y, en el peor de los casos, trastornos psicológicos severos.
Los empleados están agotados y las empresas también. Es inaplazable tomar medidas al respecto, los efectos ya se están sintiendo.
@DavidParedes861