Luis Britto García
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Cada avance tecnológico suscita un sueño utópico y una pesadilla distópica. La invención de internet hacia 1989 generó expectativas entusiastas. El creador Tim Berners-Lee se negó a registrar las patentes que lo hubieran hecho multimillonario. Un artefacto al principio apropiado por el complejo militar industrial como red subterránea invulnerable al ataque atómico devino instrumento aparentemente a disposición de todos para el libre intercambio de mensajes y conocimientos. Si en la era que vivimos el bien más preciado es la información, un canal que permitiera multiplicarla y comunicarla de manera prácticamente gratuita y universal parecía puerta abierta hacia Utopía. Prometía trabajo, educación y creación a distancia, eliminando la megaconcentración urbana y el derroche de combustible. Era el comienzo de un nuevo modo de producción, en el cual la materia prima –la información- las herramientas –el ordenador- y el producto –la información procesada- volvían a ser propiedad del trabajador.
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Poco duró el optimismo. Así como todos los bienes a disposición de la humanidad –tierra, aguas, minerales, organismos biológicos, fuerzas productivas- fueron acaparados, también internet cayó bajo el poder de los operadores. La red concebida para transmitir mensajes no demoró en encontrar quien quisiera hacerse dueño de éstos y a través de ellos de sus emisores. En la actualidad, cerca del 70% del PIB global es creado por el sector terciario (finanzas, investigación, educación, publicidad, informática, comunicación, entretenimiento) que a su vez se maneja mediante la Red. Desde el siglo pasado, Estados Unidos desarrolló el sistema de espionaje Echelon para decodificar ofertas en las licitaciones y asegurar que las ganaran empresas estadounidenses. Los operadores de la Red desarrollaron mecanismos para apropiarse del conocimiento creado por la sociedad, y prohibirle a ésta servirse de él. La información, como la plusvalía, es expropiada a la sociedad que la crea, y tiende a concentrarse en un número cada vez menor de manos. Sólo cuatro gigantes –Facebook, Apple, Google, Amazon- totalizan la mayor cantidad de mensajes cursados. Dominar la Red es dominar la economía.
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Todo control sobre la economía deviene control social. Internet y las redes acumulan membrecías que superan a las ciudadanías de la mayoría de los Estados soberanos. A principios de 2021, usan internet 4.660 millones de personas: el 59,5% de la población mundial. Emplean teléfonos celulares 5.200 millones, el 66,6% de los habitantes del planeta. Están atrapadas en las redes sociales 4.200 millones de personas: el 53,6% de los terrícolas. En estas redes, sólo Facebook junta 2.740 millones de seres; You Tube, 2.291; Whats App, 2.000. Los usuarios de internet invierten en ella en promedio seis horas y 54 minutos diarios: la duración usual de una jornada de trabajo (https://marketing4ecommerce.net/usuarios-de-internet-mundo/). En Venezuela hay más celulares que ciudadanos. Las mayorías buscan en las redes un sustituto artificial de la comunidad aldeana y las relaciones personales destruidas por las megalópolis. Estas desmesuradas clientelas son mercados inconmensurables cuyos usuarios incesantemente aportan a sus operadores datos invalorables y reciben a cambio publicidad y propaganda.
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Todo control social se ejerce mediante la usurpación de derechos. Imaginemos que un correo se atribuyera la potestad de abrir cartas y paquetes postales y apropiarse su contenido. Tal servicio sería denunciado como inadmisible instrumento de tiranía y perdería la totalidad de sus usuarios. Pero desde el comienzo, primero los gobiernos, y luego los operadores de la Red se atribuyeron abusivamente ambos privilegios. Hoy en día, el usuario puede tener la seguridad de que todos sus mensajes informáticos son abiertos, escudriñados y utilizados para sus propios fines por las organizaciones que los transmiten y sus cómplices. Programas de análisis de contenido detectan la presencia de ciertas palabras o construcciones verbales claves y alertan a mecanismos de vigilancia que aplican estrechos controles sobre los emisores del mensaje. Estrechando el cerco, los canales instalan en los computadores de los usuarios “cookies”, programas espías que informan detalladamente sobre el contenido de los ordenadores y los mensajes que emiten. Estos mecanismos someten a los usuarios de internet a un mundo de control total, frente al cual parece un juego de niños la televisión de dos vías imaginada por George Orwell en 1984, que no sólo transmitía imágenes al espectador, sino que además registraba todos los actos de éste. Tales prácticas no son exclusivas de los propietarios privados de las redes. Edward Snowden desertó de los servicios de inteligencia estadounidenses al advertir que éstos espiaban todos los celulares, y que el número de dispositivos dedicados a vigilar a sus compatriotas era mayor que el de los aplicados contra el resto del mundo.
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Ya es casi imposible abrir una página web sin que ésta nos informe que usa “cookies” para servirnos mejor –en realidad, para espiarnos mejor- y que el mero hecho de utilizarla equivale al consentimiento para alojar un espía en el aparato que nos comunica con el mundo. Si consideramos que el 59,5% de la población mundial utiliza internet, y que cada usuario aloja varios “cookies”, habría más espías informáticos que seres humanos. Algunos portales nos piden inocentemente de entrada la clave de nuestro correo electrónico, que es como solicitarnos a la vez la llave de la casa, del auto y de la caja fuerte. Pero nuestros llamados servidores ya las tienen: en realidad somos sus sirvientes. Las páginas web, las redes sociales se atribuyen explícita o implícitamente el derecho de utilizar para sus propios fines todos los contenidos que los usuarios hagan circular en ellas. Es como si un servicio postal usurpara la propiedad de cuantos mensajes y objetos le fueran confiados. Fácil es comprender lo que esto significa en un sistema donde el bien económico fundamental es el conocimiento. Apropiarse de la información es apoderarse del mundo.