Convengamos que aun en ausencia formal de una democracia deliberativa, el hábito de la deliberación contribuiría a producir valores, equilibrios, a multiplicar las fuentes de información; bienes democráticos invaluables, en fin. La deliberación serviría de conector entre agentes con intereses diversos, incluso antagónicos; un mecanismo para tomar decisiones mediante la interacción basada en el intercambio de razones, a fin de adoptar el curso colectivo de acción más favorable, más idóneo.
Allí, la famosa “voz” de la que habló Albert O. Hirschman se revela para señalar lo que no satisface, lo que ya no cumple con las expectativas. Es esa la solución democrática por excelencia, afirma el autor de “Salida, voz y lealtad” (1970), que en un contexto competitivo debería poder combinarse con la opción de “salida”. Hablamos de la descarnada, a menudo fatigosa dinámica de la decepción y cambio de ciclo, el desplazamiento racional de los ciudadanos desde opciones políticas de baja calidad y altos costos hacia aquellas que encarnarían la oferta más probable de mejoría.
El asunto es que acceder al debate público de la nueva era, más que de sólidas argumentaciones, causas trascendentes y voces comprometidas, no pocas veces exige armarse de imposibles pertrechos emocionales. La hipercorrección política lleva a creer que se transita un terreno siempre vidrioso, al punto de que cualquier palabra podría terminar cobrada como alfilerazo por más de un inopinado interlocutor. Lidiar con eso es toda una hazaña, toda vez que los mensajes hoy compiten por la atención de audiencias tan bombardeadas como atraídas por cámaras de eco, cada vez menos dispuestas a tomar pausas y discernir. Tal parece que a las ágoras virtuales debe acudirse con ingentes dosis de aplomo y osadía, sí. Pero sobre todo con una batería de herramientas discursivas que, a fin de capear la fragilidad y la percepción de ofensa que se amplifica ad nauseam, evite que emisor y mensaje se conviertan en blanco de la cancelación de uno u otro bando.
De algún modo, sin embargo, persiste la vieja certeza de que la crítica democrática -y democratizante- pide “piel dura”, tolerancia, capacidad para gestionarla juntando en misma alma tanto la pasión ardiente como la mesurada frialdad (Weber). Las antiguas amarras de la tradición y los mitos, la violencia literal de la guerra, habrían sido superadas y sublimadas así por la práctica dialógica. Una nunca exenta de las naturales tensiones, de la beligerancia y rudeza, incluso, que acompañan el contraste de ideas.
Paradójicamente, habría que recordar que la búsqueda de paz a través de la política entraña confrontación, no supresión del conflicto, no complacencia infinita en relación a planteamientos que podrían resultar peligrosos para las sociedades. Pero en atención a las nuevas lógicas relacionales vinculadas a las políticas de la identidad, esa premisa se debilita. Ayudado por las bellas pero descaminadas intenciones de quienes sacrifican bondades de ese choque simbólico para no descalabrar la susceptibilidad del intolerante (hábil para mudarse del rol de victimario al de víctima, según se requiera) demasiadas veces ese arbitraje acaba contribuyendo con la intoxicación, la desnaturalización del espacio público, la despolitización.
Así, la identidad política que distinguió a la modernidad y que acoge a ciudadanos libres e iguales bajo el principio general de isonomía, hoy podría resultar para algunos una vil excusa para la dilución de particularidades. No faltan entonces los que, atrapados por esa celada, celebran la existencia de voces diversas, pero no dudan en endosar fobias y patologías diversas a quienes, con sobradas razones, cuestionan la validez de ciertas opiniones.
Al respecto, con su estilo acre y penetrante, afirmaba Pérez-Reverte que eso de que todas las ideas son respetables es majadería; “lo respetable es el derecho a expresarlas”. Otro formidable español, Fernando Savater, encaja su pulcra estocada. Las personas son respetables, nos dice. Las opiniones, en cambio, “al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único que hay peor que el descrédito, la ciega credulidad. Sólo las más fuertes deben sobrevivir, cuando logren ganarse la verificación que las legalice. Respetarlas sería momificarlas a todas por igual, haciendo indiscernibles las que gozan de buena salud gracias a la razón y la experiencia de las infectadas por la ñoñería seudomística o el delirio”.
Pero aunque no se compartan ni se adopten los modos ásperos de la dialéctica (que exigen también cierta gracia, de paso, cierta destreza intelectual, no la ramplonería que exhiben algunos necios en el poder) es justo advertir que tanta indulgencia indiferenciada con las opiniones terminaría dando alas al narcisismo colectivo, en desmedro de las causas aglutinadoras. “Sobre las más maniáticas opiniones se han erigido elevados edificios doctrinales”, recordaba Theodor Adorno en 1975. Este supremo “yo opino” que subraya el juicio hipotético, “la autoridad de la confesión por medio de la relación consigo mismo como sujeto», la habilidad para “defender narcisistamente el sinsentido” bien podrían describir el síndrome que hoy inquieta a especialistas como Scott Barry Kaufman o Keith Campbell.
Cunden alarmas acerca de ese lado oscuro del individualismo, el narcisismo colectivo que junta a seres copados por la sensación de humillación, adictos a la victimización y cuyo resentimiento y descomunal hambre de reconocimiento los incita a ver ofensas en cualquier insignificancia. Lo siguiente es normalizar la obstaculización de consensos para privilegiar la diferencia insalvable, el triunfo del thymós, el orgullo colectivo irracional que tropieza con la idea de la dignidad humana universal. Esquivar esa salvaje tendencia asumiendo con valentía que toda opinión es susceptible de desmantelamiento, deliberación mediante, quizás nos aparte de esas cunetas que maquillan los ilustres embajadores de la antipolítica.
@Mibelis
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