Aproximadamente hacia 1800, la historia de lo que conocemos como estrategia, materia indisociable del pensamiento militar, dio un salto cualitativo. El desarrollo tecnológico, el mejoramiento de las vías y las comunicaciones, el perfeccionamiento de las armas y otros factores, hicieron posible que los jefes militares se pudieran alejar del campo de batalla y, así, desde la distancia, ampliar, desarrollar y profundizar ese ámbito de la planificación y las decisiones, en todos los planos de lo humano, que llamamos estrategia.
Desde el ámbito militar, la preocupación por lo estratégico se extendió a todos los órdenes de la organización social. Las instituciones, sin excepción, comenzaron a planificar y a establecer el camino más adecuado para alcanzar sus objetivos. La modernización del Estado, las empresas, los partidos políticos y los medios de comunicación produjo una demanda, cuyo resultado fue que planificación y estrategia acabaron fundidos en un concepto, el de planificación estratégica que, desde las primeras décadas del siglo XX, adquirió la musculatura de un conocimiento organizado. En todo tipo de organizaciones y proyectos, la planificación estratégica es la más importante de las herramientas existentes, con la que responder a la pregunta de cómo alcanzar la meta propuesta.
He dado este breve rodeo para llegar al asunto que concierne, de forma más directa, a este artículo: que uno de los principios esenciales de la planificación estratégica es el del fallo, la consideración de que el plan no pueda ejecutarse, o se distorsione, o no se cumpla por cualquier razón, o que, recorridas todas sus etapas, resulte insuficiente con relación a la magnitud del propósito al que aspiraba. Por eso es que la planificación estratégica elabora escenarios y, en consecuencia, genera respuestas a las distintas posibilidades: un plan B, un plan C, un plan D y así, hasta donde la capacidad de análisis, anticipación y recursos de la organización lo permita.
Estoy seguro de que para muchos lectores, todo lo dicho hasta aquí es muy obvio. Lo es. Sin embargo, una de las grandes interrogantes del modo cómo transcurren los asuntos públicos en Venezuela es que la práctica de proyectar escenarios y planes que respondan a los mismos, salvo excepciones, es infrecuente, salvo en las organizaciones privadas.
Esta omisión no solo es un signo de la estructura del Estado que Chávez y Maduro han corrompido y degradado (de hecho, Venezuela es una nación cuyas instituciones públicas carecen de planes de emergencia, una nación de campamentos, como tanto se ha repetido). También, en momentos decisivos, las fuerzas democráticas venezolanas, a lo largo de más de 20 años de lucha, no hemos contado con un plan B, mucho menos con un plan C o D, ni tampoco con algún mecanismo preestablecido de actuación rápida que, bajo la urgencia propia de los hechos, hubiese respondido a las exigencias de la coyuntura.
No tuvimos plan B, hace un poco más de veinte años, cuando una inigualable marcha en la ciudad de Caracas, el 11 de abril de 2002, derribó al régimen de Chávez. En el fondo, lo sucedido, es que la falta de un plan de acción alternativo, que fuese capaz de adaptarse a los hechos, a medida que se sucedían, permitió que una cúpula que había sido derrotada, saliera del foso, se reorganizara y volviese al poder.
Se repitió de forma dramática en el referéndum revocatorio de 2004, cuando la estructura electoral de la oposición no logró reaccionar con la velocidad que la circunstancia demandaba. El Consejo Nacional Electoral anunció el triunfo de la opción que autorizaba a Chávez a permanecer en el poder, y sólo meses después pudo concluirse el informe que demostraba que, alrededor de 15% de los votos habían sido alterados en las mesas, haciendo uso de los más diversos mecanismos. Aunque se trató de otra modalidad, en realidad, lo ocurrido fue que no tuvimos dispuesto el necesario plan B que hubiese podido demostrar, en las horas siguientes al cierre de las mesas, que se había cometido un gravísimo fraude, que alteraba la voluntad popular expresada por la mayoría de los electores.
Lo mismo pasó, pero de modo mucho más dramático, el 14 de abril de 2013, cuando Henrique Capriles derrotó a Nicolás Maduro, y a pesar de que la estructura electoral aportó de inmediato las pruebas de que el régimen había cometido un fraude, en la oposición democrática no había sido establecido el mecanismo de qué hacer ante ese escenario, con lo que se dejó en manos de una sola persona, el candidato, una decisión que comprometió el destino de millones de familias venezolanas. Como sabemos, la decisión fue la de resignarse.
El régimen que encabeza Nicolás Maduro ha demostrado ser recurrente en el diseño y ejecución de fraudes electorales. Estas conductas han sido sustanciadas y denunciadas. El poder fraudulento, ilegal e ilegítimo, asegura que en 2024 se convocará a un proceso electoral. Como afirmé en un artículo previo, ya Maduro dejó en claro que no escuchará advertencias de la comunidad internacional y que no le importa si se reconoce o no el resultado que se anuncie. En mi conclusión, lo que expresan sus palabras, desde ahora, es que viene otro fraude.
Por lo tanto, la pregunta que cabe formularse, desde ahora (y no es una pregunta prematura): ¿está trabajando la oposición democrática en el plan B, que se refiere a la respuesta político, social y comunicacional, dentro y fuera de Venezuela, que dará ante ese escenario previsible y anunciado?
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