Escribía Milán Kundera en El libro de la risa y el olvido: “Los que conciben al demonio como partidario del mal y al ángel como combatiente del bien, aceptan la demagogia de los ángeles. La cuestión es evidentemente más compleja (…) La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y demonios. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven ventaja sobre los demonios, sino que los poderes de ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado sentido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los demonios), tampoco se puede vivir en él…”
Kundera nos deja así una bella y útil metáfora acerca de las dificultades de lidiar con la ambivalente condición humana. Y más aún: con mirada desencantada y realista, asoma la necesidad de que en el ejercicio del poder se armonicen los pulsos de ángeles y demonios, antes de que tales fuerzas, ejercidas sin coto ni contrastes -las de la intransigencia moralista, por un lado; las de la falta de significación racional, por otro- acaben destruyendo la convivencia social, la cosa de todos.
Esa reflexión lleva irremediablemente a pensar en la democracia, en tanto sistema político que mejor responde a tales desafíos. Más allá de abstracciones asociadas a la potente oferta de un régimen de libertades, la vía democrática remitiría, sobre todo, a contención del poder, dique efectivo para una hybris siempre al acecho. Se trata de reglas de juego, hábitos, modos de ser y hacer que no apelan al solo autocontrol, la buena voluntad o probidad de agentes angélicos, sino sobre todo a dinámicas en las que la participación diversa de los dueños de la cosa pública juega un rol vital. Contra las trampas de la uniformidad, la componenda normalizada entre afines, la confusión entre lo público y lo privado y las consecuentes ansias de extraer ventajas personales, el pluralismo y la intensa competencia entre partes ofrecerían algunos antídotos vigorosos.
Para lograr ese equilibrio, ya Aristóteles advertía que la supremacía de la ley, «razón desprovista de pasión», era un elemento que guiaría la gestión de un tipo de gobierno mixto o Politeía, donde el poder es ejercido a favor del todo, no de las partes; una instancia que remediaría la tensión entre las diferentes clases sociales y alejaría al gobernante del despotismo y los excesos. Por su parte, Polibio incorpora a tal dinámica las vías de contrapeso que existían entre las tres instituciones -también sectores con intereses opuestos- que constituían la Rēs pūblica Romana: Magistraturas, Senado y Asambleas de la plebe. En ese caso, las acciones de un órgano podían ser avaladas pero también frenadas por los otros, sometidos todos por el temor del veto ajeno y la vigilancia mutua. Así, ninguna de las partes excedía su competencia ni sobrepasaba la medida, apunta a su vez Norberto Bobbio.
Profundizando la tarea de Locke -quien advierte sobre las inconveniencias de alborotar la debilidad humana, “que tiene tendencia a aferrarse al poder”– Montesquieu describe una balanza de poderes, la Trías política, sin dejar de conceder protagonismo a “la virtud política”. Esta última vista como renuncia al beneficio personal en aras del bien común. Como autoconsciencia del sometimiento a las leyes que pesa sobre quien las ejecuta. Como apego por la moderación. Aun así, admite, “todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; llega hasta donde encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este, hace falta disponer las cosas de forma tal que el poder frene al poder”. El triunfo de la virtud, de esa fuerza seráfica que domestica al Leviatán, en fin, también depende de que existan tales límites.
El proyecto de democratización de la política -y del Estado- a fin de trascender la sola meta de la dominación, se va completando más adelante con la idea de la división y control de esa facultad: el principio de separación de poderes, la especialización de funciones, la soberanía compartida, el sistema de checks and balances que avizoraron los movimientos federalistas surgidos al calor de la revolución norteamericana. Madison, Hamilton, Jay, se convierten en artífices de un estricto sistema de controles y equilibrios, pesos y contrapesos que la Constitución de los EE. UU. consagró en 1787, y que aún sigue teniendo admirable vigencia.
Sabiendo, eso sí, que la realidad política suele ser el resultado de los tratos entre individuos antes que del sistema regulador del poder, a veces no parecen suficientes las previsiones en términos de estructuras para asegurar el desempeño ético de los funcionarios. Sin embargo, está visto que la consciencia de ese humano amasijo entre lo bestial-egoísta y lo celestial-altruista, esa dualidad que desestima la demagogia de los ángeles, ayuda a diseñar mecanismos, bridas e incentivos, sanciones y modelajes que, según el caso, harían más costosa la decisión del descarrío y más rentable la observancia de reglas de juego.
Garantizar la participación regular de todos los ojos, la representación amplia de las fuerzas políticas y sociales en la administración de lo común, es crucial para minimizar esas desviaciones. Así, enfrentar la corrupción no dependerá del rapto espasmódico y moralista de un gobierno que ha operado sin oposición ni contrapesos, que se ha afanado en disolverlos. Son vanas esas crispaciones cada vez menos creíbles, cada vez menos eficaces para evitar el socavamiento de las bases institucionales y la degradación del nivel de confianza interpersonal. Evitar el drenaje de capital en el marco de una economía ruinosa y la masiva pérdida de oportunidades que eso comporta; reducir la ineficiencia en la asignación de recursos, la rapiña de la renta a cuenta de la perversión de un sistema que normaliza y premia la “agilización” de trámites, pide reformas de fondo que lleven a contar con instituciones funcionales, límites y equilibrios. Una faena que cabe impulsar desde ahora, si se desea abordar con algunas mínimas ventajas la tarea inmensa de la reconstrucción democrática.
@Mibelis
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