25 de noviembre de 2024 8:00 PM

Carolina Jaimes Branger: Eloísa: perfección y completitud

Nunca, nunca, nunca en mi vida, me había sentido tan feliz, tan plena, tan realizada y puedo decir que he tenido una vida que ha sido bastante feliz, plena y realizada. La diferencia ahora… ¡es que soy abuela! Desde el momento cuando supe que mi hija Irene estaba embarazada, he estado anticipando este momento, pero… ¡nada de lo que me imaginé se aproxima a lo que siento desde que vi nacer a mi nietita! Sí, tuve la fortuna de estar al lado de mi hija cuando dio a luz. Ver materializado el amor, salir vida de la vida que una dio, es la experiencia más sublime que he tenido.

Ahora entiendo a mi papá, que era un señor serísimo, literalmente arrastrándose por el piso con mi hija Tuti, su primera nieta. Más de una vez le dije que estaba en el colmo de la ridiculez ¡y yo estoy hasta peor que él y Eloísa apenas tiene nueve días de nacida cuando escribo esto! Entiendo también a mi mamá, para quien no hubo mayor alegría que sus nietas y tuvo la dicha de disfrutarlas como nadie.

Cuando uno es padre, usualmente es joven. Y los jóvenes tienen planes y proyectos, además de los hijos. El proyecto de los abuelos es, en primera instancia, estar con los nietos. La juventud es impaciente. Nosotros, los abuelos, tenemos guardada la paciencia de años para usarla con los nietitos. Los jóvenes quieren, con toda razón, salir, divertirse. Nuestra diversión principal son nuestros nietos. Los jóvenes sienten que el tiempo no les alcanza. Los abuelos, a diferencia de los padres, tenemos todo el tiempo del mundo para compartir con nuestros nietos. Los jóvenes tienen metas que alcanzar. Nosotros, después de las metas que alcanzamos, estamos en la meta de la vida: nuestros nietos.

Yo adoré a mis abuelos. Fueron un regalo en mi vida y yo espero serlo para Eloísa y los nietos que vengan detrás de ella. Ojalá pueda vivir muchos años para disfrutarla, acompañarla y enseñarle tantas cosas que quiero que sepa. Como soñar con el Concierto de piano número 4 de Beethoven, como me iluminó mi papá. Que aprenda, como su mamá y sus tías, a recitar -siendo muy pequeñita- los «Angelitos negros» de Andrés Eloy Blanco y la «Margarita» de Rubén Darío. Poder leerle cuentos, aunque sea vía Zoom, para que en el futuro pueda ser escritora. Decirle, aunque me entienda dentro de muchos años, que lo que realmente tiene valor en la vida ni se compra, ni se vende, como canta el pasodoble: el amor, la salud, la familia, los amigos, la música, la alegría, el corazón. Quiero que desarrolle el espíritu solidario de su mamá, su capacidad de ponerse en el lugar del otro, su compasión, su empatía y generosidad. Que sepa que sus abuelos y bisabuelos han tenido como baluarte la honestidad. Que ella es el producto de una mezcla de razas -Vasconcelos Calderón la llamaría raza cósmica- y por ello no debe sentirse ni superior, ni inferior a nadie. Que el concepto de igualdad entre los seres humanos esté siempre presente en su pensar y actuar. Que, aunque no viva en Venezuela, se sienta venezolana. Que vibre con las notas del «Alma llanera» y el «Gloria al bravo pueblo».

“Eloísa va a nacer el 7, como todas nosotras”, sentenció mi hija Tuti a su llegada a Houston para el nacimiento de su primera sobrina. El 7 no era una fecha probable. Ya estaba pasada la fecha de parto y el médico había fijado el 8 como fecha de inducción. Pues Tuti tuvo razón: Eloísa nació el 7 a las 7 en punto de la mañana. No tengo creencias ni supersticiones, pero el número 7 ha sido considerado especial por diversas culturas y religiones a lo largo de la historia, debido a su presencia en la naturaleza y su simbolismo asociado a la perfección y la completitud.

¡Y es que, aunque no hubiera nacido el 7, un nieto es lo más cercano a la perfección y la completitud!

@cjaimesb

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