El Empire State, icono de la ciudad Nueva York, fue el edificio más alto del mundo durante más de cuarenta años, desde su inauguración en 1931, hasta que se levantó la torre norte del desaparecido World Trade Center, en 1972. Fue construido, según el diseño de William F. Lamb, en los terrenos que otrora ocupara el renombrado hotel Waldorf-Astoria, en una intersección de la Quinta Avenida. Las obras comenzaron el 17 de marzo de 1930, día de San Patricio, y el rascacielos quedó formalmente inaugurado el 1º de mayo de 1931, cuando el entonces presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, encendió su iluminación desde Washington.
Progresivamente, la edificación se ha adaptado a las exigencias del mundo moderno, y en 2011 obtuvo la certificación LEED Gold para edificios sostenibles, al implementar medidas que ahorran energía y disminuyen la huella de carbono.
El Empire State está indisolublemente asociado a momentos estelares de la historia del cine: en él se han aposentado Godzilla y el memorable King Kong, tratando de evadir a sus captores. Ha sido escenario de inolvidables episodios y ha desempeñado diversas funciones en películas, como El imperio de los sueños, Independence Day, Algo para recordar, The day after u Oblivion. Del mismo modo, aparece como la Rotterdam Tower en el Grand Theft Auto IV, el videojuego de Rock Star Games.
Sin embargo, quizá su imagen se entrelaza con otras historias más impactantes que las de la propia ficción.
Andy Warhol empleó en su obra Fallen Body la fotografía de Evelyn McHale, una joven de 23 años que se suicidó lanzándose desde lo alto del edificio. El fotógrafo Robert Wiles pasaba casualmente cuando se produjo el suceso y quedó impresionado por el cuerpo aparentemente intacto de la bella mujer, por lo que tomó la instantánea, publicada por primera vez en una edición de la revista Life de 1947, dándose a conocer como “el más bello suicidio”.
Muchos se han dejado caer desde el Empire State a través de la historia. De hecho, sus guardias están entrenados para sujetar por los pies a quienes intentan suicidarse. No obstante, ninguna historia es tan impactante como la de Elvita Adams, quien tuvo que abandonar su casa en 1979 a causa de un desalojo. Elvita, desesperada, decidió lanzarse al vacío desde el observatorio del piso 86, en momentos en que una importante ráfaga de viento la empujó de vuelta al interior del edificio: terminó a salvo, en el piso 85, apenas con una fractura de pelvis.
Desde el punto de vista católico, el suicidio es inaceptable: revela escasa confianza en Dios y constituye una insubordinación con respecto al Plan Divino, en el que todos desempeñamos una función como parte del inescrutable rompecabezas del universo. En un plano más prosaico, constituye la manifestación más pura de desesperación, de des-esperanza, y expresa la convicción de que las cosas son inmutables, irremediables. ¡Craso error!
Si, por una parte, me resisto a plegarme a categorías deterministas que ceden el control de los acontecimientos al alea o a ignotas fuerzas externas, como el destino, por otra, es indiscutible que existe un margen en el que intervienen variables imprevistas, que pueden, en un segundo, cambiar el curso de los acontecimientos. La historia de Elvita Adams lo ilustra: la inesperada acción del viento ocasionó un desenlace altamente improbable.
A veces se trata de eso: de aguardar cinco minutos más; de investigar qué nos espera tras el próximo recodo del camino; de saber que, tras la caída, una afortunada ráfaga de viento puede devolvernos al juego y concedernos, en suma, una segunda oportunidad; de sostenerse, de resistir y de saber que, a favor o en contra, todo puede cambiar en un minuto.
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