Frente al tema de las elecciones primarias convocadas para el próximo 22 de octubre hay más de una postura posible: a favor, en contra, con dudas, con total indiferencia.
Están quienes piensan que son necesarias y que entrañan una oportunidad. Quienes las califican de innecesarias, que no resuelven nada, que generan un nuevo factor de conflicto. Desde luego, quienes las ven como una amenaza a su obsesión de continuidad y de control del poder. También quienes argumentan pensando más en los problemas de factibilidad o en las pretensiones y riesgos de intromisión y desfiguración. Y, finalmente, aquellos que simplemente no se interesan por ellas, o presumen de no estar interesados, o no están dispuestos a dedicarles un minuto de su atención.
Quienes ven en las primarias una oportunidad para la democracia las conciben como la posibilidad de participar, de escoger, de hacerse oír, de opinar, de recuperar presencia y optimismo, de sentirse parte de un propósito colectivo y de afirmar su fe en Venezuela. Las entienden como una nueva oportunidad para pensar el país y para afirmar la fe en su construcción, para recuperar la esperanza y ponerle fecha a un compromiso retardado de ejercicio de libertad y de ciudadanía.
Después de un largo período de actividad política relegada a la penumbra, el llamado a unas primarias abre a los venezolanos la posibilidad de movilizarse, de escuchar los argumentos y proposiciones de los candidatos, de conocerlos mejor, de compararlos, de confirmar la imagen que se tiene de ellos o de deslastrarse de ideas preconcebidas, de evaluar la actualidad de su pensamiento político, de escoger sobre ofertas concretas, de decidir con más conciencia de la realidad y de las perspectivas.
Plantear y activar la opción de unas primarias es abrir la oportunidad para la recuperación del espacio y del sentido de la política. También para la generación de nuevos liderazgos, capaces de recuperar la confianza y el respeto de la gente, de dignificar la política con los valores de honestidad, congruencia, adhesión a la verdad, claridad, entrega y compromiso.
Convocarse a unas primarias es romper con la inacción, el aislamiento, la desesperanza, la aceptación de lo dado. Es activar la capacidad de cambio y rectificación, de recuperar el sentido de unidad, su fuerza, la posibilidad de ser parte de un propósito y de un empeño colectivo. Debería ser tiempo para un nuevo aprendizaje, una escuela para interiorizar la necesidad del respeto y la tolerancia, el valor de la negociación y de los acuerdos, la fuerza de unidad en la diversidad, la capacidad para renunciar o declinar una posición por una aspiración más alta, más realizable, más colectiva. Y es, desde luego, la ocasión de mostrar un país vivo, en movimiento, no sumiso, no callado, no desesperanzado, no resignado, no fatalista.
Los riesgos sobre la voluntad de unas primarias exitosas radican sustancialmente en la pérdida de entusiasmo ciudadano y, sobre todo, en un desarrollo equivocado que convierta la legítima competencia en una destructiva batalla de personalismos o se desvíe en la tentación del discurso no creíble, la demagogia engañosa, la ausencia de pensamiento esclarecedor y motivador. Están también las amenazas de la mentira, de la intransigencia, de la generación de miedos, del bombardeo mediático, del atosigamiento, de la descalificación, del juego sucio de la propaganda, de los abusos del poder, de la criminalización del reclamo legítimo y del derecho de movilización ciudadana.
Quienes creen en las primarias como una oportunidad para la recuperación de las virtudes cívicas y de la democracia hacen bien en depositar su confianza en quienes han asumido la responsabilidad de hacerla posible, de materializarla, de generar credibilidad y esperanza. No es una tarea fácil visto el clima de desaliento y desesperanza creados, pero es una tarea indispensable y posible, por encima de las razones para el pesimismo y la inmovilidad. Abrir la posibilidad de elegir es volver al cauce de la construcción democrática y activar las fuerzas de la unidad y de la participación.
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